Estudio de las corporalidades gordas femeninas desde las intersecciones

Texto de presentación y discusión acerca de la importancia de una investigación crítica y situada en el cuerpo, para el Núcleo de Investigación Sociología del Cuerpo y las Emociones (NSCE). Este texto fue producido mientras me encontraba participando como tesista de magíster en el Fondecyt 11170317, “El cuerpo en lo social: experiencias corporales reflexivas en torno a la gestión cotidiana del peso corporal en adultos de la ciudad de Santiago de Chile”, a cargo de la académica, Licenciada en Psicología (UAH) y Doctora en Sociología (UAH), María Alejandra Energici.

El estudio de la construcción discursiva y estigmatización de la corporalidad gorda (Energici, et. al., 2016 y 2017) posibilita analizar la intersección de múltiples dimensiones de opresión (Crenshaw, 1991) sobre el ensamblaje de un tipo de cuerpo y género en particular, el cual sin embargo no ha sido suficientemente investigado desde la sociología con una profundidad que desentrañe la arbitrariedad ideológica de la significación social de estos cuerpos. Quizás, los cuerpos –y en particular, los cuerpos gordos– no han tenido la relevancia suficiente en la sociología debido a la asociación de lo corporal con lo femenino –en tanto representación de la naturaleza– en contraposición a lo científico-racional, que se liga a lo masculino (Braidotti, 2000). Siguiendo a Beauvoir, el hecho de que lo universal sea representado por lo masculino provoca en las mujeres un “confinamiento al cuerpo” (Braidotti, 2000, p. 174, citando a Beauvoir), que les impide trascender las cadenas de lo corporal. Las mujeres, “sobrecorporizadas” (Ibíd., p. 176), son condenadas a la inmanencia de lo corporal y lo privado, mientras que los hombres trascienden lo corporal, apropiándose de lo público. Posiblemente esto genera que los “temas” presentes dentro del campo de las ciencias sociales hayan dejado fuera los considerados “femeninos” (DeVault, 1990), dando énfasis a temas “masculinos” e “importantes”, como la economía, el trabajo, o la revolución.

En este sentido, pretendo tematizar sociológicamente –y también políticamente– un problema social que no siempre es reconocido como tal (y que cuando se reconoce, suele hacerse desde lo médico), y que refiere a la estigmatización social de los cuerpos gordos ejercida a partir de la incidencia de discursos tales como el médico, de género, o moral/neoliberal.

En breve, el discurso médico interpreta la corporalidad gorda como una enfermedad corregible, y su calificación como tal atribuye culpa sobre los cuerpos que no se han corregido. La industria médica es cómplice en el mercado erigido sobre la ilusión de que los individuos pueden alterar sus cuerpos a gusto –siempre y cuando cuenten con el dinero suficiente– y en la noción que iguala la salud a la apariencia externa y la belleza, y por ende, con la delgadez. A su vez, el conocimiento médico, vuelto sentido común, contribuye a la racionalización del rechazo social de la gordura, tal como en otras épocas racionalizó al racismo y al sexismo bajo criterios biológicos.

El discurso de género construye la corporalidad gorda como un cuerpo femenino que se opone (o desafía) a ciertos valores que componen el concepto de feminidad hegemónica, tales como la debilidad física, la sumisión, el uso reducido de espacio, la represión de los placeres, el ideal de juventud y su infantilización, y principalmente, en contra del imperativo estético y de belleza ligado a la feminidad, que mandata a las mujeres a preocuparse por sus apariencias en mayor medida que los varones. Por ende, el discurso de género configuraría la gordura como una especie de feminidad fallida, en base a una inconsistencia de contenidos entre el género femenino (que idealiza cuerpos pequeños, sumisos y bellos de acuerdo al deseo masculino) y los significados atribuidos al cuerpo gordo femenino (que refieren a cuerpos grandes, revelados ante la norma o fallidos respecto de la misma, y considerados feos por la mirada masculina).

El discurso moral interpreta la corporalidad gorda como no apta para el esfuerzo y la productividad que se esperan del sujeto neoliberal, debido a que su tamaño y formas indicarían descuido, ausencia de disciplina, exceso, holgazanería, e incapacidad de proveerse de cuidados básicos. Visto de otro modo, se critica que el cuerpo gordo no sea capaz de rendir y producir como corresponde, y por ende, se justifica su estigmatización y marginación bajo el principio de que estos cuerpos no se adaptan a los requisitos de la sociedad neoliberal, basada en la optimización, el rendimiento, y la exposición (Han, 2013). Desde una perspectiva neoliberal, el cuerpo se torna un mero objeto sobre el cual puede y debe ejercerse trabajo en pos de su optimización, para así aumentar la propia productividad y garantizar al integración en el proyecto económico imperante. El mercado ofrece soluciones ilimitadas para estos fines, pero a su vez produce necesidades insaciables para mantener en movimiento el flujo del capital basado en las inseguridades. Bajo el imperativo de rendimiento y optimización neoliberales, el sujeto es alienado de su cuerpo, en tanto el cuerpo deja de ser el yo, sino que se torna un objeto sobre el que se invierte trabajo para imprimir una determinada identidad. Así, la biopolítica usa medios represivos para normalizar los cuerpos en pos de las necesidades del capital, insertándose en la psique individual en la forma de psicopolítica (Han, 2014) a través del proyecto de subjetividad neoliberal.

Las opresiones estructurales operan por y a través del cuerpo, específicamente a través de las marcas, figuras, estilos, movimientos que residen en nuestras pieles y se manifiestan como estilos de la carne (Butler, 1985, p. 11, citada en Bartky, 1988, p. 27). El clasismo, el racismo, y el género refieren en gran medida a una categorización, basada en criterios físicos y corporales, ejercida por ciertos grupos privilegiados de tal manera que constituyen discursiva, práctica e institucionalmente la desigualdad social. La estructura se sostiene en nuestras capacidades humanas de reconocer al otro, y más aún, de reconocer en el otro un posicionamiento social determinado. Mirarlo, sentirlo, aprehenderlo como cuerpo a través de los sentidos y ubicarlo dentro de los esquemas de cognición social (Van Dijk, 1998, citado en Wodak y Meyer, 2016, p. 9) que hemos internalizado, para luego categorizarlo y reconocer si se trata de un igual, un enemigo, un amigo, un otro.

Categorizando al otro a partir de lo que su cuerpo nos expresa acerca de su posición en el entramado social, se asocia una marca corporal a una posición en la estructura. Por ejemplo: un cuerpo femenino gatilla las prescripciones sociales impuestas sobre la feminidad; un cuerpo racializado da lugar a la justificación de su explotación, otrorización, y exclusión; un cuerpo pobre resulta vivificado y desvalorizado, pero también responsabilizado por su condición bajo criterios neoliberales. A su vez, estas categorizaciones presuponen el enaltecimiento de sus cuerpos opuestos e idealizados: lo masculino, lo blanco, lo burgués. Así, la configuración de una sociedad capitalista basada en la explotación, la dominación y la jerarquía, se sustenta en binarismos que determinan no sólo nuestro deber ser, sino que a un nivel personal y psicológico, determinan lo que debemos desear y a lo que debemos aspirar como individuos. Los cuerpos gordos femeninos anclan muchos de estos binarismos, fijando el funcionamiento político de múltiples dimensiones de dominación, en particular las de género y clase, pero también sumando binarismos respecto de la belleza, la salud, y lo moral, todos referidos a la oposición entre delgadez y gordura, siendo la gordura el término negativo que, de acuerdo a estos binarios, refiere a fealdad, enfermedad, e inmoralidad.

Sobre los cuerpos gordos, o mejor dicho, sobre la percepción que surge de los significados sociales impresos en una determinada apariencia física, se focalizan discursos que reproducen ideologías que subyugan a las mujeres gordas a un segundo, tercer, o cuarto plano. Las gordas en general no suelen ser reconocidas como parte de la clase alta, no son de élite, no son hombres, no son normativamente atractivas ni responden al deseo de la heteronorma, no responden al imperativo de rendimiento neoliberal que las llevaría a “mejorar” sus cuerpos, ni parecieran acatar al milagroso consumismo; tampoco son son ciudadanas “sanas”, ni ciudadanas aptas para las exigencias de la sociedad moderna. Apenas parecieran servir como objeto de burla, como el “antes” en una imagen de “antes y después”, como polo negativo del compás moral, como objeto sexual “para el rato”, y como el cuerpo marcado que fija la definición de los cuerpos bellos, atractivos, sanos, de clase alta… o en otras palabras, del cuerpo permitido.

La gordura es reconocida como una identidad dominante, en tanto sobredetermina otros rasgos identitarios en las personas (Rice, 2007). Ergo, ante cualquier eventualidad, las mujeres gordas son identificadas en primera instancia como “gordas”, “guatonas”, “chanchas”, luego de lo cual son –despectivamente– identificadas como mujeres, luego quizás obesas, luego feas, luego pobres, flaites… y recién a ese nivel, a esa profundidad de la categorización social, se permite acceder a su subjetividad como sujetas más allá de los confines de un cuerpo socialmente estigmatizado. ¿Por qué su diferencia corporeizada produce tanta reacción?

La estructura social, expresada en la intersección de sus dimensiones de opresión (género/clase/raza) sobre las corporalidades de las gordas, configura las identidades de estas mujeres a partir del estereotipo asociado a la marca corporal de la gordura, dando lugar a experiencias de rechazo, corrección, discriminación en base a sus cuerpos. Estas situaciones de opresión fijan las ideas sobre lo deseable y lo indeseable en el imaginario colectivo, a través de las imágenes y experiencias de estos cuerpos sancionados por su apariencia, y de esta manera, presionan al resto de las mujeres, independiente de su corporalidad, a disciplinarse y corregirse a sí mismas en términos de productividad, consumismo, y deseo masculino, con la finalidad de no ser sometidas al mismo trato con el que se sanciona y castiga a los cuerpos no-normativos.

En el estudio de la corporalidad gorda podemos observar cómo la otrorización de sujetos en base a su apariencia opera como mecanismo de fijación de lo bello, lo bueno, lo deseable, lo disciplinado, lo correcto, y lo ideal. En definitiva, el cuerpo se torna el sitio del poder por excelencia.

Referencias:

  • Bartky, S. L. (1988). Foucault, Feminity, and the Modernization of Patriarchal Power. In Feminism and Foucault: Reflections on Resistance (pp. 25–45).
  • Braidotti, R. (2000). Diferencia sexual como proyecto político nómade. En: Sujetos nómades. Argentina: Paidós.
  • Crenshaw, K. (1991). Mapping the Margins: Intersectionality, Identity Politics, and Violence against Women of Color. Stanford Law Review, 43(6), 1241-1299. doi:10.2307/1229039
  • Devault, M. (1990). Talking and Listening from Women’s Standpoint: Feminist Strategies for Interviewing and Analysis. Social Problems, 37(1), 96-116. doi:10.2307/800797
  • Energici, M. A., Acosta, E., Huaiquimilla, M., & Bórquez, F. (2016). Feminización de la gordura: estudio cualitativo en Santiago de Chile. Revista de psicología (Santiago), 25(2), 01-17.
  • Energici, M. A., Acosta, E., Bórquez, F., & Huaiquimilla, M. (2017). Gordura, Discriminación y Clasismo: un Estudio en Jóvenes de Santiago de Chile. Psicologia & Sociedade, 29.
  • Han, B. (2013). La sociedad de la transparencia. Herder.
  • Han, B. (2014). Psicopolítica: Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. Herder.
  • Rice, C. (2007). Becoming “the fat girl”: Acquisition of an unfit identity. Women’s Studies International Forum, 30(2), 158–174. http://doi.org/10.1016/j.wsif.2007.01.001
  • Wodak, R., y Meyer, M. (2016). Critical Discourse Studies: History, Agenda, Theory and Methodology. In: Wodak, R., y Meyer, M. (2016). Methods of Critical Discourse Studies. SAGE.

Apuntes y ensayos sobre estudios de género, sociología del cuerpo y teoría feminista por Bastián Olea Herrera, licenciado y magíster en sociología (Pontificia Universidad Católica de Chile).