En sociedades capitalistas, la desigualdad de ingresos abarca múltiples expresiones. Además de referir las diferencias de recursos entre grupos o clases sociales, o al fenómeno pandémico de insuficiencia de recursos mediada por salarios precarios, también comprende la incurrencia sistémica en concentración de capitales. En oposición a la meritocracia o la libertad de trabajo que sostiene ideológicamente al neoliberalismo, la concentración del capital tiene orígenes sistémicos, que incluyen mecanismos de identificación de recursos y orígenes de clase (como estudian Daniel Laurison y Sam Friedman (2016) y acerca de la estratificación dentro de grupos ocupacionales), y la discriminación cultural de individuos en el acceso y oportunidades a actividades remunerativas (estudiada por Youngjoo Cha (2010) acerca de la brecha salarial según género), los cuales derivan en dinámicas de poder político donde la mantención de dichas lógicas desiguales se disputa o reproduce (como plantean Thomas Volscho y Nathan Kelly (2012)).
En la esfera laboral, uno entre múltiples mecanismos de reproducción de la desigualdad de ingresos es la existencia de tejados de vidrio, tales como aquellos de raza y género que han sido ampliamente estudiados. Al respecto, Laurison (2016) demuestra empíricamente la existencia de un tejado de vidrio según clase social, donde el acceso a posiciones sociales de estatus se encuentra abierto a quienes dispongan de los recursos (principalmente educacionales y de capital cultural) para alcanzarlas, pero el desempeño y éxito dentro de dichas posiciones serán limitados de acuerdo al origen socioeconómico del individuo. En este sentido, se sostiene la existencia de una brecha de ingresos dentro de los grupos ocupacionales, que suele ser invisible a las típicas teorizaciones big-class que consideran los grupos ocupacionales como homogéneos. En otras palabras, a pesar de contarse con las calificaciones y recursos suficientes para ubicarse en una posición ocupacional determinada, y equivalentes respecto a sus pares de grupo, las desventajas de origen marcan una diferencia que se traduce en desigualdades de ingresos y de estatus (Laurison & Friedman, 2016, p. 684). Estas desigualdades de origen son identificadas como distintas marcas implícitas en los sujetos, quienes incorporan (embody) su capital cultural mediante su apariencia, comportamiento, modales, formas de hablar, gustos, etc. (Laurison & Friedman, 2016, p. 683). De esta forma, dentro de los grupos ocupacionales, los empleadores y personajes claves del campo son capaces de identificar y discriminar a los individuos, alterando negativamente el desenvolvimiento de las carreras de los sujetos en proceso de movilidad ascendente (Laurison & Friedman, 2016, p. 685), y por consiguiente, sus ingresos.
De acuerdo a Laurison, este proceso de tejado de vidrio que pone en desventaja a los individuos que pretenden una movilidad social ascendente es análogo aquellos sufridos por mujeres y otras minorías (Laurison & Friedman, 2016, p. 685). El producto de esta dinámica es una concentración de los ingresos y el estatus social en los individuos que provienen desde orígenes sociales privilegiados, en desmedro del mérito y las trayectorias ascendentes de individuos de otros orígenes sociales, tales como su inversión en educación.
La desigualdad de ingresos se ve modulada, lógicamente, por la estructura del mercado laboral, considerando el carácter que toma el trabajo para cada uno de los individuos de la sociedad. Cha (2010) se enfoca en las mujeres y la brecha salarial según género, al plantear que el régimen de trabajo asalariado dominante en occidente beneficia a ciertos individuos y grupos sociales, en particular a los hombres en ocupaciones profesionales y gerenciales. La crítica se torna en contra de una cultura laboral que normaliza la sobrecarga y explotación del trabajo, promoviendo la desigualdad de ingresos entre quienes pueden y quienes no pueden someterse a horas extra y largas jornadas, debido a la existencia de un supuesto implícito y discriminatorio de igualdad de condiciones respecto de participar en el mercado laboral. La opresión de género experimentada por las mujeres –materializada en la imposición cultural del trabajo doméstico, de crianza y de cuidados como tareas femeninas y no remuneradas– rompe este supuesto de igualdad, y lo evidencia como una fuente discriminatoria de desigualdad de ingresos, en tanto la capacidad de trabajar horas extras lógicamente aumenta los ingresos, además de ser expresión de compromiso laboral (2010, p. 307) de las que las mujeres quedan excluidas.
Como han asegurado las feministas desde hace décadas, todo trabajo remunerado se basa en el trabajo no remunerado ejercido históricamente por las mujeres, y Cha concuerda (2014, p. 478). Esta dinámica refleja una manera en la que las imposiciones culturales de roles sociales generizados sanciona a las mujeres que busquen moverse desde la esfera privada hacia la pública, mediante desigualdades intra-grupo socio-ocupacional según género. Así, el autor apunta a la internalización de estos mismos por parte de hombres y mujeres, y por consiguiente, al efecto de los roles de género tradicionales en la reproducción de la desigualdad de los ingresos entre hombres y mujeres, particularmente en las relaciones de pareja. El hecho empíricamente demostrado de que las mujeres tienden a dejar su trabajo, interrumpiendo sus trayectorias laborales, en caso de que sus esposos trabajen jornadas laborales largas (Cha, 2010, p. 306), refiere a una manifestación práctica de esta estructura cultural que posiciona a hombres y mujeres en categorías distintas y opuestas respecto de la esfera laboral, con un efecto negativo en los ingresos de las mujeres que solidifica su posición socialmente inferiorizada de poder y recursos. En efecto, la expectativa social de feminidad y maternidad se torna incompatible con la expectativa de una trabajadora ideal (Cha, 2010, p. 309), dando lugar a un ciclo de desigualdad de ingresos. El hecho de que los hombres profesionales no colaboren en el trabajo doméstico ejercido por sus parejas (Cha, 2010, p. 308), y que tampoco renuncien a sus empleos en reacción a la sobrecarga de sus parejas, como sí lo hacen ellas (Cha, 2010, p. 326), refleja esta internalización de la idea de “esferas separadas”, donde concepciones culturales acerca de los roles de género producen tendencias laborales y de ingresos que dejan en evidencia la predominancia ideológica de la figura masculina en la esfera pública y la femenina en la privada. Asimismo, versa sobre la diferencia en el rendimiento en términos de ingreso de la posición socio-ocupacional respecto a cada género, siguiendo la lógica de Laurison.
De este modo, el argumento de Laurison acerca del tejado de vidrio pareciera aplicar para ambos casos: clase y género. Si bien la educación es una manera de invertir (diversos recursos) en movilidad social, no necesariamente posibilita superar barreras existentes en la forma de discriminaciones estructurales que condicionan los ingresos y el estatus de ciertos grupos sociales, ni mucho menos corresponde a un recurso capaz de combatir las ideas internalizadas respecto a los roles de género o al origen de clase expresado en el capital cultural.
En definitiva, existe tanto una distribución desigual de los recursos, así como un rendimiento diferencial de los mismos de acuerdo a la posición social del individuo. La relación entre ingresos y educación se encontraría mediada por factores culturales que representan brechas y barreras para la obtención de ingreses a niveles equitativos dentro de los mismos grupos socio-ocupacionales. Si, de acuerdo a Volscho, las clases bajas presentan preferencias distributivas más equitativas en comparación a las clases altas (Volscho & Kelly, 2012, p. 681), podría hipotetizarse que las desigualdades intra-clase podrían también manifestar esta tendencia hacia la redistribución. Pero, como ya se argumentó, una redistribución no surtiría efectos duraderos si no se reconfiguran las estructuras sociales que ponen en operación mecanismos de distinción entre las clases, los géneros, y un sinfín de otras categorías sociales. Según dicho argumento, las mujeres supeditadas a la esfera privada, o las y los trabajadores que buscan movilidad social ascendente proviniendo de contextos socioeconómicos inferiores, podrían constituir grupos afines a políticas redistributivas u otros tipos de reforma, siempre y cuando puedan ser conscientes de los mecanismos sociales responsables de garantizar ingresos desiguales que los ubican en dichas situaciones de desventaja.
Referencias
- Cha, Y. (2010). Reinforcing Separate Spheres. American Sociological Review, 75(2), 303–329.
- Cha, Y., & Weeden, K. A. (2014). Overwork and the Slow Convergence in the Gender Gap in Wages. American Sociological Review, 79(3), 457–484.
- Laurison, D., & Friedman, S. (2016). The Class Pay Gap in Higher Professional and Managerial Occupations. American Sociological Review, 81(4), 668–695.
- Volscho, T. W., & Kelly, N. J. (2012). The Rise of the Super-Rich. American Sociological Review, 77(5), 679–699.