Categorización social y performatividad: la estigmatización (y subversión) de la gordura

Danae (c. siglo XVII)

Ensayo final para el seminario de teoría sociológica contemporánea, dictado en el doctorado de sociología de la Universidad Católica de Chile. En este texto se esboza un modelo teórico del mecanismo de estigmatización de la gordura, el cual contempla la repetición performativa de discursos acerca de  las múltiples dimensiones de desigualdad social que producen o tipifican a las corporalidades gordas, imprimiendo y reproduciendo significados negativos sobre dichos cuerpos, lo cual marca simbólicamente a la gordura, ubicando a dichos cuerpos en posiciones discursivas que resultan cruciales para la reproducción de ciertas formas de discriminación y opresión social.


El cuerpo puede ser interpretado como el conjunto material que obra como interfaz entre lo propiamente individual y lo social. Así lo entendió Durkheim, al plantear al homo duplex como una doble naturaleza corporal: a la vez individual y social; una suma entre las pulsiones instintivas e impresiones sensoriales puestas en relación con lo social, entendido como las emociones, categorías sociales, y el entorno (Shilling, 2001, p. 339). Esta conceptualización dual supone la ubicación del cuerpo entre los polos de la agencia y la estructura, donde la corporalidad operaría como una interfaz por medio de la experiencia (la vivencia individual). El polo individual del cuerpo, que comprende no sólo la singularidad fisiológica y genética de un cuerpo en tanto materialidad, sino también aquellas dimensiones personales del pensamiento y la agencia que son indeterminables por la estructura (según Simmel), es incorporado al entorno (es decir, adquiere existencia social) a través de la experiencia. La agencia del polo individual se vería subordinada a lo social (Ibíd., p. 331) por medio de la relación inescapable del sujeto con los símbolos sociales dentro del proceso corriente de socialización de un cuerpo inserto en una cultura y una sociedad, y puesto en interacción con símbolos, condiciones, ideas y lenguajes que le preceden.

Mediante la socialización, los cuerpos son dotados de contenido por otros. La impresión de símbolos sociales y formas interaccionales (Ibíd., p. 336) remite a la atribución de significado a las características identificables de un cuerpo; es decir, el contexto social en el que se desenvuelve la experiencia individual torna al cuerpo interpretable a los demás. Innegablemente, los cuerpos son piezas claves en el proceso de interacción social, pero el condicionamiento de la interacción, así como la atribución de significado a las características fisiológicas, conductuales y estéticas de un cuerpo, refieren a un proceso estructural donde la agencia tiene un rol limitado.

La vida en sociedad es un proceso corporeizado (embodied) (Collins, 2004, p. 34), y como tal, la existencia social de los sujetos depende de su relación con su contexto socializador. Este contexto, al ser también posición social, impregna al cuerpo de características propias de su estilo de vida, clase social, y adscripción cultural. En otras palabras, las condiciones objetivas de vida, junto a la inmersión del sujeto dentro de ciertas dinámicas de poder, “hacen cuerpo”. Esto es reconocer la influencia del habitus, en tanto producción contextualmente condicionada de prácticas clasificables y diferenciales (Bourdieu, 1998), en nuestras disposiciones corporales, entendidas como el conjunto de prácticas, expresiones, ideas, apariencias, y todo aquello percibido en la interacción.

Esta constitución de los cuerpos a través de la corporeización del capital es denominada hexis corporal, que significa literalmente la disposición o estado adquirido mediante la habituación. Es la materialización y expresión política de los factores que componen el habitus en nuestro ser físico (Cregan, 2006, p. 72) en la forma de disposiciones permanentes y duraderas (Bourdieu, 1977, p. 93) asociadas a los estilos de vida, formas de expresión, y maneras de interpretar el mundo correspondientes a cada realidad social. En otras palabras, remite a la expresión de los capitales y del habitus por medio del cuerpo, ambos siendo impresos en éste a través de la pedagogía implícita (socialización) de la internalización de símbolos. El sujeto corporeiza (embodies) “las estructuras del mundo; esto es, la apropiación por el mundo de un cuerpo así habilitado para apropiarse del mundo.” (Ibíd., p. 89). Los saberes y las características del entorno son absorbidas, enlazando a los individuos con su contexto (Shilling, 2001, p. 332), y asociando a ciertos cuerpos con ciertas condiciones (y estilos) de vida, de acuerdo a las posibilidades determinadas por dichas condiciones.

La corporeización es la condición de posibilidad para existir en el mundo social (Cregan, 2006, p. 8). Es el proceso inevitable de devenir cuerpo a través de la interacción contingente de factores individuales, experienciales y contextuales. El conjunto (o corpus, literalmente cuerpo en latín) de órganos comunes a la condición humana es socialmente corporeizado, vuelto cuerpo, tornándolos en espacios/territorios/interfaces rebosantes de simbolismo y subjetividad.

En este proceso de incorporación de lo estructural (en función de lo individual), resulta evidente notar que los cuerpos son marcados por las desigualdades objetivas que les afectan. Son marcados, pues las condiciones socioeconómicas de vida resultan en un habitus de clase que, como vimos, se corporeiza en una hexis corporal específica, imprimiendo en dichos cuerpos símbolos corporales que son interpretables por los demás.

La desigualdad experimentada colectivamente por distintos grupos sociales traduce la estratificación social a disposiciones corporales reconocibles, cuyo contenido simbólico es esencializado mediante su uso discursivo en categorías sociales (Ridgeway, 2013). Entendemos el proceso de categorización como un proceso mediante el cual se adscribe una pertenencia grupal a un sujeto (o grupo de sujetos) a partir de ciertas características (en nuestro caso, corporales y de apariencia), ubicándolo evaluativamente dentro de esquemas jerárquicos en tanto perteneciente a una categoría socio-discursiva (Lamont, 2012, p. 7). Las categorizaciones operan discursivamente, en tanto sus orígenes, contenidos, y las estructuras de ordenamiento jerárquico de los contenidos refieren a definiciones estrictamente sociales y lingüísticas (Aston, Price, Kirk, & Penney, 2011), mediadas por la reiteración performativa de discursos que producen a los cuerpos (LeBesco, 2004, p. 15), sin necesariamente remitirse a segregaciones poblacionales objetivas. Un ejemplo de categorización, las minorías étnicas pueden ser reconocibles por características estéticas tales como tonalidad de piel, lengua o acento, detalles en la vestimenta, rasgos raciales, etcétera, las cuales son percibidas por los individuos y asociadas implícitamente (Vogel & Wänke, 2016) a la categoría étnica correspondiente, en base a la información simbólica que yace en la memoria sobre experiencias relativas a dicho grupo (incluyendo representaciones mediáticas).

Las categorías sociales son mecanismos de estabilización de la realidad social en la forma de etiquetas aplicables a grupos humanos (Hacking, 1999, p. 163). La aplicación discursiva de categorías sociales reifica performativamente las diferencias sociales pre-existentes (Varikas, 2005, p. 84), tales como la diferenciación cultural del género o la racialización de grupos humanos, naturalizando sus diferencias a través de la constitución discursiva de los otros (Scott, 2001, p. 48). Dicho en otras palabras, los sujetos perciben (o internalizan discursivamente) la corporeización derivada desde ciertas posiciones sociales y culturales, y al fijar categorialmente dichas características a las realidades sociales que supuestamente las conforman, construyen elementos socio-discursivos en torno a las corporalidades y su estatus social que esencializan las diferencias vividas entre los grupos sociales.

Cuando la categorización remite a grupos perjudicados pos su situación social, las razones políticas de su divulgación pueden responder a ejercicios deliberados de otrorización de ciertos cuerpos, en tanto ejercicio discursivo de esencialización de las condiciones negativas de desigualdad corporeizadas; es decir, naturalizar las condiciones adversas que producen dichos cuerpos como si fuesen características inherentes a los mismos. La esencialización permite la racionalización de la jerarquización de distintas categorías discursivas, al atribuir las desigualdades sociales a factores supuestamente inherentes a la corporalidad negativizada (Omi & Winant, 2015, p. 106). Ello tiene el efecto de que las categorizaciones sociales devengan fuerzas independientes en la reproducción de patrones de desigualdad basados en diferencias sociales percibidas (Ridgeway, 2013, p. 4), con la capacidad de alterar de forma implícita las relaciones sociales que conciernan a los individuos categorizados mediante el desarrollo de sesgos, prejuicios y discriminaciones.

De esta manera, la reproducción política de categorías sociales (que tiene como génesis la identificación simbólica de las condiciones sociales de origen con las expresiones corporales de los sujetos) puede operar como mecanismo de justificación de la distribución desigual de recursos y de poder, al naturalizar y racionalizar en los cuerpos los símbolos negativos que hipotéticamente producirían las desigualdades sociales que experimentan (y que son, como ya vimos, las que los producen). Ejemplos de estos usos políticos de categorizaciones sociales pueden ser los discursos meritocráticos y clasistas que culpabilizan a los pobres de su pobreza, los discursos morales que rechazan a la gente gorda por su “exceso”, los discursos racistas que naturalizan conductas delictuales en cuerpos de color, los discursos machistas que imponen roles, capacidades y expectativas diferentes a cada género, los discursos homo/lesbo/transfóbicos que patologizan y figuran como desviación a las disidencias sexuales, y un largo etcétera de categorías negativizadas –y frecuentemente dicotómicas– que sustentan jerarquías sociales y reproducen desigualdades sociales en beneficio de los grupos sociales capaces de reforzar aquellos criterios evaluativos (Lamont, 2012, p. 8) de “capital legítimo” (Cregan, 2006, p. 78) que les permitan reproducir sus propias posiciones dominantes en el campo simbólico (Bourdieu, 1993).

Cuando a los cuerpos se les atribuyen externamente características a partir del contenido de las categorías en que son agrupados, lo que opera es la anulación discursiva de la capacidad de agencia de dichos sujetos, al suponer que sus características y condiciones de vida surgen mecánicamente desde su posición u origen social (Jenkins, 2000; Stecher, 2012). Siguiendo a Hacking (1999), los sujetos son categorizados “desde arriba”, siendo ubicados discursivamente en distintas posiciones sociales que responden a formas políticas de jerarquización social.

Tal como en el caso de la formación racial (Omi & Winant, 2015), donde los procesos sociohistóricos de articulación de significados raciales responden a la otrorización de sujetos (p. 105) en pos de su categorización funcional a la reproducción de estructuras de dominación basadas en significados perniciosos para la raza negra (p. 128), otras formaciones discursivas de categorías jerarquizables pueden operar como formas de objetivización de la otredad (Bennet, 2009), donde un grupo que ostenta la posición superior en la jerarquía categorial (los blancos) pueden operar como clasificadores, marcando (racializando) los cuerpos para establecer el contenido de los significantes impresos en cada cuerpo.

La jerarquización de las categorías que componen cada dimensión de desigualdad social (raza, género, clase, entre otras) existe debido al interés político de los miembros de una de sus categorías en oprimir al resto. Desde la sociología del cuerpo, esto acontece mediante la negativización discursiva de las marcas corporales ineludibles (raciales, estéticas, genéricas, étnicas, etc.) que ciertos grupos poseen. En este sentido, los criterios de valorización de los cuerpos suelen encontrarse en manos de grupos dominantes, quienes son categorizados (positivamente) como tales al tener de su lado procesos sociohistóricos de privilegio que en primera instancia significó a sus cuerpos típicos como marcados por la superioridad categorial (la blanqueza y lo europeo como marcador de siglos de colonialismo, la masculinidad como marcador de un sistema patriarcal, lo burgués como superior a lo popular mediante siglos de explotación capitalista).

Tomemos como caso de una categorización negativa a las corporalidades gordas. Las causas para la gordura pueden ser múltiples, yendo desde predisposiciones genéticas hasta el producto de una alimentación excesiva, pasando por efectos hormonales y fármacos, reacciones fisiológicas a situaciones del curso de la vida, o producto natural del estilo de vida. La corporalidad gorda por sí misma no es indicativa de las significaciones que se le atribuyen en tanto categoría social (“los gordos” y “las gordas”, ambas pertenecientes a distintas dimensiones al ser interceptadas por el género). Estas significaciones refieren a estereotipos negativos acerca de las personas con sobrepeso, tales como que son perezosas, desmotivadas, indisciplinadas, desobedientes, descuidadas, y con baja fuerza de voluntad (Puhl & Heuer, 2009). Ellos son internalizados por los sujetos principalmente mediante el diálogo con otros, así como por efecto de la divulgación de estereotipos negativos a través de medios de comunicación (Bordo, 2003; Giovanelli, Ostertag, & Sondra Solovay, 2009; Rothblum, 1992; Swami, 2015), masificando categorizaciones homogéneas respecto de las corporalidades gordas.

Independientemente del origen de los significados sociales sobre los cuerpos gordos, ellos adquieren vigencia en tanto remiten a argumentos que esencializan la supuesta negatividad de estas corporalidades, lo cual acontece bajo múltiples dimensiones: (1) moral, (2) de consumo, (3) socioeconómica, (4) de género, (5) de belleza, y (6) de salud.

  1. Moralmente, la gordura es rechazada como corporalidad que evidencia la incurrencia en el pecado de la gula (Fraser, 2009; LeBesco, 2009, p. 69), pero no sólo la corporalidad gorda cede ante el acto pecaminoso de la abundancia, sino que expresaría la incapacidad moral de redimirse ante los excesos propios de una sociedad de consumo (Stearns, 2002, p. 81) –mediante compromisos individuales fundamentalmente éticos, como la dieta y el ejercicio.
  2. En este sentido, desde la dimensión del consumo se relaciona a la gordura con estilos de vida basados en un consumismo excesivo que expresan inmoralidad y declive social (Rice, 2007, p. 163), en tanto culturalmente prevalece una noción de descontrol respecto del cuerpo, manifestada en el la comida, el sexo, y el consumo de drogas y alcohol (Orbach, 2010, p. 23). A partir de ello es que el disciplinamiento corporal surja como una expresión de fuerza de voluntad (Moorti & Ross, 2005, p. 254), pero también de mérito ante las vicisitudes de una sociedad de mercado. Por estas razones los cuerpos gordos, al igual que los cuerpos negros, son estereotipados como carentes de fuerza de voluntad (Crandall, 1994, p. 885). El objetivo simbólico del rechazo a la corporalidad gorda sería, entonces, la necesidad de demostrar el propio compromiso disciplinar, en el contexto de una sociedad de libertades y desregulaciones (Stearns, 2002, p. 327).
  3. Desde una dimensión socioeconómica, es posible notar la existencia de una tendencia global respecto al riesgo de sobrepeso, siendo mayor en poblaciones de menor nivel socioeconómico (Brown, 1985; Garner, Garfinkel, Schwartz, & Thompson, 1980; Kirkland, 2011; Swami et al., 2010). En tanto los contextos de bajo nivel socioeconómico alberguen mayor población gorda, se da lugar a la asociación simbólica entre gordura y clase, donde la corporalidad gorda deviene marcador corporal de las clases bajas; dando lugar a la interpretación social de las corporalidades gordas como referentes a alguno o varios de los factores propios de dicho contexto socioeconómico (Olea, 2016a). De forma opuesta, la delgadez resulta el marcador corporal contemporáneo que se relaciona simbólicamente a las clases altas, pues son éstas quienes poseen los medios económicos, temporales y de habitus que posibilitan dicha corporalidad, en oposición a la apariencia de los pobres, quienes son estadísticamente más propensos a riesgo de aumento de peso debido a sus modos de vida, las extensas jornadas laborales, la dificultad de adquirir productos saludables versus la accesibilidad de la comida rápida (Ídem). En este sentido, la gordura corresponde a una corporalidad cuya evitación remite a una estrategia de distinción –en el sentido de Bourdieu (2011)– de las clases altas respecto de las bajas, o bien de los sujetos que buscan asociarse simbólicamente con las clases altas (Olea, 2016a).
  4. Desde una perspectiva de género, el cuerpo femenino es sometido a las directrices de un mito de la belleza (Wolf, 2009), donde el ideal de delgadez implica la internalización de prácticas e ideas que inferiorizan al cuerpo femenino, respondiendo a sistema de subordinación de lo femenino en pos de lo masculino (Hartley, 2001, p. 67). La gordura en mujeres resulta una categoría que da lugar al ejercicio de violencia de género, oculta bajo argumentos morales, médicos, e imperativos de belleza, los cuales tipifican lo femenino como un proyecto para el disfrute masculino; es decir, un cuerpo que debe ser construido y disciplinado bajo la mirada generalizada del otro-masculino (Bartky, 1998; Hartley, 2001; Mulvey, 1975) que se extiende hacia la apariencia externalizada (Cregan, 2006, p. 22), corporeizando la belleza bajo términos de consumo masculino (Olea, 2016b, 2016a). La gordura en mujeres representaría una transgresión a la norma social acerca del espacio posible de ocupar por un cuerpo femenino, y además expresa corporalmente la incapacidad de cumplir las prácticas disciplinarias que performan la feminidad, tales como la satisfacción del ideal corporal de belleza (Bartky, 1988). La cultura fija la idea de culpa sobre la incurrencia en la gordura, tipificándola no como un problema privado –de la mujer con su cuerpo, o de la mujer consigo misma–, sino como un problema social respecto del desajuste con las expectativas de género, en tanto la cultura patriarcal considera los cuerpos femeninos como propiedad pública, donde el ideal de delgadez “no es una obsesión por la belleza femenina, sino una obsesión por la obediencia femenina” (Wolf, 2009, p. 203).
  5. La belleza es otra dimensión –probablemente la más común– en la que se rechaza a la gordura. Al negar la posibilidad de lo bello en la gordura, la delgadez surge como la corporalidad que ostenta el privilegio de la belleza. Ambas corporalidades se configuran como corporalidades opuestas, la primera requiriendo de la negativización de la segunda para valorizarse socialmente (Olea, 2016b). La sociedad de consumo ha “democratizado” los medios para alcanzar la belleza (cosméticos, vestimenta, métodos de adelgazamiento, cirugías estéticas, consumo de fármacos, etc.), presionando a la población a cumplir un imperativo estético, sancionando a quienes –por diversos motivos– son incapaces de cumplirlos (Orbach, 2010, p. 4). La valorización de la apariencia corporal surge desde las directrices del gusto burgués, desde lo cual deriva la emulación de dicha estética como mecanismo de simbolización de estatus (Bourdieu, 2011). La belleza se vuelve un imperativo no coercitivo de expresión de capital cultural en el que no se imponen normas sino necesidades (Cregan, 2006, p. 76), donde la discriminación de cuerpos en función de la expresión (o ausencia de la misma) de una apariencia legitimada (Cregan, 2006, p. 78; Lamont, 2012, p. 8) es indicativa de la pertenencia o adscripción a una clase social. Entonces, la imitación de modales burgueses responde a una búsqueda de posicionamiento social desde lo corporal, donde la competencia por el capital cultural da lugar a expectativas y necesidades corporales que tienen como propósito marcar al cuerpo con determinados indicadores de clase (burguesa), buscando gatillar una categorización beneficiosa para uno mismo.
  6. Finalmente, desde el ámbito de la salud se critica y rechaza la gordura como una corporalidad relacionada al riesgo de enfermedad y a conductas deficientes de autocuidado. A pesar de lo que se sostiene desde el sentido común, el discurso médico contra la obesidad y el sobrepeso tiene dificultades para establecer relaciones causales entre peso corporal y buena salud que no sean explicadas por los cambios en el comportamiento que producen dichas alteraciones de peso (Blair & LaMonte, 2006; Campos, Saguy, Ernsberger, Oliver, & Gaesser, 2006). El discurso médico neoliberal ha planteado hace décadas una perspectiva individualista de la salud, desde la cual se sostiene que la salud y el peso corporal se encuentran bajo el control exclusivo de los individuos. Esta perspectiva, denominada healthism, plantea los problemas de salud desde un nivel individual, en función de lo cual se ofrecen soluciones de consumo (Edgley & Brissett, 1990, p. 258). Esta aproximación individualista, aplicada a políticas públicas de salud y alimentación, sustenta una concepción privatizada del bienestar humano (Crawford, 1995), la cual responsabiliza a las personas de su propia salud desde un discurso neoliberal (Guthman & Sondra Solovay, 2009; Kirkland, 2011). Una perspectiva que considere los problemas de salud, incluyendo a la obesidad como uno de ellos, opta por ignorar completamente los contextos sociales, económicos, laborales, educacionales, y culturales que afectan estructuralmente la salud de las personas (Nutter et al., 2016, p. 5) y la existencia de corporalidades gordas (Aston et al., 2011). Esta desviación de un problema de dimensiones estructurales –hacia una dimensión meramente individual– ubica la causa y “solución” de la gordura en las voluntades y decisiones de consumo personales de los individuos, donde la idea de meritocracia se extiende a la corporalidad, en tanto el bienestar del cuerpo queda en manos de la voluntad y aptitud personal, ignorando que dicha capacidad de alterar o “sanar” el cuerpo se ve condicionada por la capacidad individual de consumo (Kirkland, 2011, p. 467). En este sentido, el discurso médico neoliberal e individualista abre las puertas a la comercialización de la salud, bajo la cual la creación de la obesidad como una epidemia opera en beneficio directo de las billonarias industrias farmacéutica y dietética (Moorti & Ross, 2005, p. 256), junto a otros negocios basados en la vigilancia constante e individual –pero socialmente reforzada– sobre los cuerpos (Orbach, 2006). El otro polo de este discurso neoliberal es la presión biomédica por la aptitud y sanidad de los cuerpos, fundada bajo supuestos productivistas: la función de los cuerpos –en tanto mano de obra– sería la producción, por lo que cualquier falencia, discapacidad o enfermedad requiere ser sancionada y corregida (Murphy, 2012a), incluso pasando por encima del bienestar subjetivo de la persona (por ejemplo, al configurar discursivamente a las personas gordas como sujetos enfermos e incapaces con tan solo mirarlos). En tanto el discurso médico configura a la gordura como una falta a la responsabilidad personal de incurrir en las prácticas y consumos individuales necesarios para el bienestar corporal (Nutter et al., 2016, p. 5), ésta es percibida como una profunda falencia personal y moral (Eller, 2014, p. 234). Este conjunto de creencias (salud individualizada, responsabilización, control individual sobre el peso corporal) dan lugar a un discurso acerca de la producción individual del cuerpo (Orbach, 2010, p. 7) que potencia la necesidad de expresar la identidad y el capital por medio de la corporeización de marcadores positivos. Propio de un diagnóstico durkheimiano del cuerpo en la modernidad (Shilling, 2001, pp. 336–337), el culto moderno a la individualidad posiciona al cuerpo como el espacio por excelencia de la identidad (Giddens, 1991), y por ende, como un campo de expresión de las decisiones morales, de consumo, y de estilo de vida impresas en el cuerpo.

La conjunción de estos factores (así como de otros no considerados) resulta en la producción de una categoría discursiva que contiene una suma de atributos negativos relacionados a las supuestas causas y efectos negativizados de la gordura. Estos atributos, en tanto contenido de la categorización, son esencializados hacia las corporalidades gordas, ya no sólo marcándolas, sino que estigmatizándolas, en tanto marcas corporales negativas e indeseables. Como resultado, la corporalidad gorda deviene abyecta, en vista de su producción discursiva como cuerpo que excede los límites de lo aceptable.

Pero todo este proceso de categorización socio-discursiva es un proceso de definición performativa de grupos sociales. Es decir, los significados impresos en los cuerpos gordos carecen de un contenido inherente, sino que adquieren significado mediante su interpretación y posterior enunciación reiterada (Butler, 2014a). Es sólo en ese momento que entran al discurso, debido a que los cuerpos y su interpretación sustantiva no son hechos naturales, sino que corresponden a situaciones históricas (Butler, 1988, p. 520), son procesos activos de corporeización –en el sentido apropiativo– de posibilidades históricas y culturales (Ibíd., p. 521). Según el paradigma de la performatividad, tal como el género no es un hecho natural, sino que la repetición de los actos del género crean la idea del género (Butler, 1988, p. 522), la interpretación estigmatizante de la gordura es traída a la existencia no por los actos de la gente gorda, sino que por los actos enunciativos que interpretan dicha corporalidad y la traen al discurso.

Dice Butler: “Y no es una repetición realizada (performed) por un sujeto; esta repetición es lo que habilita al sujeto y constituye la condición temporal de ese sujeto. Esta iterabilidad implica que la “realización” (performance) no es un “acto” o evento singular, sino que es una producción ritualizada, un rito reiterado bajo presión y a través de la restricción (…)” (2002, p. 145). La cita anterior ilustra cómo la reiteración constituye temporalmente al sujeto, por consiguiente dando una luz hacia la superación de la condición estigmatizada, o mejor dicho, su subversión. La reiteración de imágenes, representaciones e interpretaciones negativizadas sobre la gordura alimentan nuestra consciencia, haciéndonos internalizar los contenidos de una categoría estigmatizada, y por consiguiente alterando la forma en que interpretamos nuestros cuerpos y los de los demás (Orbach, 2016, p. 5). Desde la internalización de sus significados devienen orientaciones normativas respecto de la valoración de las corporalidades, constituyendo una jerarquía implícita que se gatillará inconscientemente al enfrentarnos a la corporalidad determinada, constituyéndose como un sesgo discriminatorio más. Esto, debido a que el discurso produce los efectos que nombra (Butler, 2014b); es decir, la reiteración produce a la gordura como negatividad, y cada reiteración actualiza temporalmente dicho discurso (LeBesco, 2004, p. 15). En consecuencia, la performación da lugar a prescripciones sociales, estereotipos, y prejuicios, capaces de informarnos de forma adelantada de lo que debemos sentir, hacer, o interpretar respecto de dichas corporalidades, anulando la agencia de las corporalidades performadas al determinarlas discursivamente de antemano (Jenkins, 2000).

La existencia de una categoría corporal negativizada resulta problemática producto de su posicionamiento dentro de un mecanismo simbólico de jerarquización. La existencia de la categoría puede tener orígenes objetivos en distintas causas y/o efectos relacionados con la corporalidad gorda (como los mencionados), pero al conjugarse en un constructo discursivo que agrupa la multiplicidad de atributos existentes, opera como una categoría negativa o inferiorizada sobre la cual pueden posicionarse categorías positivas. Es decir, la categoría negativizada, en este caso la gordura como corporalidad estigmatizada, puede tener como función la inferiorización sistemática de sujetos en distintas dimensiones con el objetivo de enaltecer otras categorías. La reproducción de la estigmatización sería una estrategia de quienes poseen la corporalidad privilegiada (delgada) cuyo objetivo es la actualización de la negatividad de lo gordo, en virtud de re-valorizar su propia corporalidad (y así mantener el privilegio asociado a la delgadez al reafirmar la negativización de lo no-delgado). En este sentido, la delgadez, en tanto categoría socialmente valorizada, o al menos como categoría no marcada (es decir, neutra, como el masculino en el lenguaje falogocéntrico), requiere de la existencia de la gordura como categoría inferior.

Así como la performatividad implica la reiteración constante del discurso, su interrupción o alteración puede tener efectos sociales reales. Efectivamente, los entes no son sólo objetos pasivos de categorizaciones “desde arriba”, sino que existe capacidad de respuesta, agencia, y lucha (Stecher, 2012, p. 213) respecto de los contenidos simbólicos que externamente se imprimen en los cuerpos. La identificación de la estructura de desigualdades y dinámicas de poder que mantienen en movimiento los procesos performativos de categorización son el primer paso, pues dan lugar a la exposición y denuncia de normas corporales (Eller, 2014, p. 239) que puedan ser: represivas (los ideales de belleza que niegan a la gordura como una corporalidad válida), formuladas con objetivos de inferiorización explícitos (el fenómeno social de la gordofobia), o en beneficio de ciertos grupos en desmedro de otros (el uso de la gordura para justificar la inferiorización de personas gordas en situaciones específicas). La exposición de las fuerzas sociales que producen la internalización de discursos perniciosos para la población gorda permite idear estrategias políticas para interceder en su proceso de reproducción. En este sentido, la concientización acerca de la existencia de términos categoriales discursivamente determinados permite el paso a su deconstrucción; es decir, a poner en movimiento reiteraciones subversivas del término que, de manera performativa, sean capaces de ir desplazando a los instrumentos opresivos (Aston et al., 2011, p. 4). La subversión de la gordura como corporalidad estigmatizada implica reiterar el significante negativizado de maneras que lo disputen (Butler, 2014b, p. 90). En la práctica, se trata de desplazar el contenido de la categorización mediante su disputa política hasta posibilitar la existencia social de alternativas (Cregan, 2006, p. 170) a la significación hegemónica de la corporalidad. El hecho de que la categoría negativizada sea capaz de modificarse performativa y políticamente da lugar a que su uso como negativo pierda paulatinamente su validez social, desequilibrando las construcciones políticas erigidas sobre ella (por ejemplo, el privilegio de la delgadez, los ideales de belleza, la delgadez como marcador de clase, la gordofobia, etc.). Por ejemplo: si la valoración de la delgadez se basa en la negativización de la gordura (en tanto categorías oposiciones), posibilitar la interpretación positiva de la gordura rompería con las credenciales de la delgadez. Este proceso se asemeja a la experiencia de las identidades queer, en tanto expresiones abiertas de lo abyecto, que durante los años han logrado desplazar el rechazo de sus identidades hacia su parcial y progresiva aceptación.

La enactación de la gordura como corporalidad válida implica ejercicios prácticos y políticos, tales como la socialización de las ideas de positividad corporal y amor propio, en lugar de rechazo y violencia contra los cuerpos abyectos; la oposición a la concepción del cuerpo gordo como un cuerpo en proceso; el ejercicio activo de representación y visibilización de corporalidades no delgadas (sistemáticamente invisibilizadas por los medios comunicacionales); la promoción de la diversidad corporal, y el rechazo de las imposiciones patriarcales de belleza. Estos ejercicios performativos, llevados a cabo de forma reiterativa y socialmente significativa, desplazarían el significado de la categoría de gordura, al volverla en una categoría positiva, válida, y aceptable. Las actuales incursiones de modelos plus-size a la escena de la moda y el espectáculo, la disputa de los cánones patriarcales de belleza liderada por el feminismo en occidente, los avances en leyes de talle y leyes contra las discriminaciones arbitrarias, así como otros actos, son ejemplos de formas prácticas de desafiar discursos estigmatizantes de corporalidades específicas. Su efecto social ideal sería el progreso en contra de la capitalización en que incurren ciertos grupos sociales a costa de la opresión deliberada de otros.

La realidad material es traída a la realidad social mediante el lenguaje en la forma de los discursos que (re)producimos y que nos permiten aprehender lo real efectivamente. Por ello, el posicionamiento y la perspectiva que tomemos al estar inmersos entre las dinámicas de poder que dan forma a lo real (Law & Urry, 2011; Murphy, 2012b) resulta clave en el proceso performativo de establecer el ser de las cosas (Butler, 2014a, p. 229). La deconstrucción de las distintas categorías sociales que históricamente han sido naturalizadas es una forma de desanclar mecanismos justificatorios de las desigualdades y opresiones sociales, y por consiguiente, se trata de actos políticos y performativos de justicia social.

Bastián Olea Herrera.
bastianolea(arroba)gmail.com
(Este ensayo fue evaluado con nota máxima.)

Referencias

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Apuntes y ensayos sobre estudios de género, sociología del cuerpo y teoría feminista por Bastián Olea Herrera, licenciado y magíster en sociología (Pontificia Universidad Católica de Chile).