Autocrítica cultural: la asunción de una identidad

Ensayo publicado en Revista Origami, originalmente ensayo final para el curso de Crítica Cultural de la profesora Patricia Espinoza, en el marco del diplomado en Estética, Feminismo y Crítica de la Facultad de Estética de la Universidad Católica, evaluado con nota máxima. Muchas gracias a Gabriela Alburquenque por la edición y por gestionar la publicación en Revista Origami.


La crítica cultural, siguiendo a Nelly Richard (2009), se trata de una reflexión acerca de lo social, que además integra los elementos simbólicos de la retórica y la narrativa. Mediante el examen de los regímenes de producción y de representación de los signos, la crítica cultural procura develar la complicidad existente entre el discurso, la ideología, la representación y la interpretación (Richard, 2009, p. 79). 

El estudio de un diplomado, aún más cuando se titula «Feminismo, estética y crítica», evidentemente corresponde a una situación donde prolifera la producción y representación de signos; no solamente por corresponder con un campo académico del conocimiento y el estudio de lo social, sino por las interacciones y afectos que circulan dentro y fuera de los espacios virtuales de aprendizaje. También se trata de un espacio donde se experimenta la cultura en múltiples aspectos: cultura en tanto el consumo y producción de piezas artísticas, literarias o intelectuales, cultura como proceso de interiorización en cierta escena o campo social, y cultura en tanto filiación entre individuos que reconocen o desarrollan experiencias, intereses y estilos de vida en común. 

Usualmente, las temáticas de las clases rondaron en torno a la teoría y la experiencia fe minista, principalmente en relación a la esfera del arte y la cultura, en un vaivén entre conceptos y el reconocimiento de éstos en la vida cotidiana de las alumnas. Dicho vaivén se explicitaba en los últimos minutos de las clases, los cuales solían volverse una catarsis de experiencias usuales entre mujeres, problematizadas a la luz del aprendizaje semanal. Esta dinámica entre conocimiento y experiencia, saber formal e informal, usualmente posibilitó la participación de todas las alumnas, tanto desde su bagaje teórico y práctico, como desde las más universales experiencias de opresión común y activismo que comparten aquellas que han vivido vidas dispares pero bajo un mismo manto patriarcal. De aproximadamente treinta alumnas, todas presumiblemente se identificaron como mujeres. Bueno… casi todas. 

Clase a clase, noté que cada interpelación entre compañeras y hacia las docentes abría sendas políticas. Cada palabra suscitaba mayores cuestionamientos: ¿quiénes son las sujetas del feminismo?, ¿son las alumnas un grupo homogéneo?, ¿son mujeres, acaso, las alumnas?, ¿quiénes son las mujeres?, ¿es necesario entrar en detalle al enunciar dicha palabra?, ¿a qué categorías sociales e identitarias se refiere cada una al hablar de “las mujeres”?, ¿qué categorías son omitidas?, ¿por qué se omiten, y por qué se destacan otras?, ¿qué pronombres se usan para hablar del colectivo? Me refiero a estas preguntas como si yo hubiera estado fuera de dicho grupo. Lo cierto es que estuve y no estuve a la vez. 

Las sendas políticas eran tantas que quedaban constantemente abiertas, como ramas esperando florecer en otros momentos de conversación. El aprendizaje era continuo, así como los lazos estrechados. Generalmente nos encontramos con más preguntas que respuestas. 

Pero con el pasar de las clases, los conocimientos se sincronizaban, y se desarrollaba la capacidad de identificar la complicidad entre el discurso y la ideología, mencionada por Nelly Richard, en infinitas facetas de la cultura y la sociedad. Más, en un registro quizás subrepticio, vagaban las complejidades de la representación y la interpretación. Representación: quiénes fuimos nosotras –el grupo tan ameno que se armó entre abril y diciembre– y cómo una amalgama de diferencias constituyeron colectividad. Interpretación: minucias que posibilitaron aprehender los cuadritos y voces metálicas que estaban detrás de la pantalla como sujetas complejas, parte o no de colectivos, grupos sociales, identidades y vertientes del feminismo sutilmente distintas. Interpretación… Treinta alumnas, excepto una. 

En retrospectiva, fue una mala idea matricularme en el diplomado. Mi mamá me preguntó que porqué yo era el único “hombre”, y a la rápida le respondí: porque parece que a los hombres no les interesa el feminismo. Vienen a mi las palabras de bell hooks: «Las feministas no nacen, se hacen. Una no se vuelve una defensora de la política feminista simplemente por tener el privilegio de haber nacido mujer. Como en todos los posicionamientos políticos, una se vuelve partidaria de la política feminista por elección y por acción» (hooks, 2017, p. 29). ¿Corresponde una no-mujer en un espacio de aprendizaje y vinculación de tipo feminista? La respuesta obvia es que técnicamente sí; es una universidad privada donde pagamos por estudiar. Los hombres siempre se salen con la suya, difícilmente alguien les va a decir que no. Pero dicha respuesta es vulgar y no toca las complejidades del asunto, considerando que el espacio en cuestión es, a diferencia de otros, simultáneamente académico y político. ¿Quiénes son las sujetas del feminismo? Dentro de un espacio donde se respetaban mis pronombres y nunca recibí hostilidad alguna, ¿qué tan capacitada estaba mi palabra, como no mujer ni tampoco varón, para contribuir hablando acerca del feminismo? Mi respuesta fue: nada capacitada. Resolví remitirme a escuchar, e intervenir sólo mediante la cita de otras mujeres. 

Pasaron los meses, donde el colectivo se afianzó y las clases fluían. La mayoría esperábamos con ansias cada sesión, y terminábamos emocionadas, quedándonos a conversar virtualmente después del cierre. Yo sólo encendía mi cámara al final, cuando tenía más confianza de no desentonar. Se nos familiarizó con Audre Lorde. Se nos preguntó por la ira que sentimos. Inmediatamente pensé en mi condición dubitativa. Escribí: 

Siento una rabia que es conmigo 

Con lo que soy, lo que me tocó ser, 

lo que fui 

Y con la incertidumbre de si un día seré. 

A riesgo de sonar autoflagelante, 

Mi ira la he vuelto interna 

Porque sé lo que encarno 

Porque hay cosas que me acercan más a ellos

Seres de furia, egos, poder, violencia 

Porque creo haber aprendido lo que ellos pretenden y desean 

Hay todo un trabajo por hacer 

(…) 

Pero, ¿cómo hacerlo si en el espejo sigo viendo a ese sistema en mi? 

Veo a mi enemigo. 

Así que en cada palabra y en cada paso 

me vuelvo una duda. 

Espero que esta ira me libre. 

Obviamente no externalicé estas emociones. Dudé sobre la validez o relevancia que pudieran tener, proviniendo de una vida comparativamente privilegiada, enmarcada en un contexto diametralmente opuesto al de mis compañeras. Ser el otro, representante de su opresión. 

«Toda mujer posee un nutrido arsenal de ira potencialmente útil en la lucha contra la opresión, personal e institucional, que está en la raíz de esa ira. Bien canalizada, la ira puede convertirse en una poderosa fuente de energía al servicio del progreso y del cambio» (Lorde, 2003, p. 141). 

Tengo una ira, y lo traduje en texto dentro del espacio académico/político de diplomado, en un contexto de mujeres y feminismo. Distintas trincheras de combate, distinto armamento, pero bajo un mismo ejército antipatriarcal… Incluso ahora, escribiendo este texto, noto que esta metáfora bélica me parece inapropiada. Es como algo que diría un hombre. Me hace parecer más hombre, un estereotipo. No sé nada de guerras. ¿Por qué lo dije? Si quiero que me interpreten como no hombre, debería decir otras cosas. Estas formas de administración de mi expresión e identidad las experimento a cada minuto; más aún en un espacio de mujeres. Cuidar mis palabras, mis movimientos. Elegir cuidadosamente cada significado que emite mi existencia. Cada inscripción en mi cuerpo. Cada metáfora que auxilie al abismo inabarcable entre pensamiento y lenguaje. Se trata de entender, quizás dramáticamente (y tarde), la propia identidad de género como «lo que uno asume, invariablemente, bajo coacción, a diario e incesantemente, con ansiedad y placer» (Butler, 1998, p. 314). 

Este reconocimiento de la performance –y la subsiguiente estrategia de negación de lo que se me asignó ser– conlleva una constante vigilancia de lo que simboliza mi existencia. Es como vivir dentro de una crítica cultural constante, cuyo objeto es mi propia persona. Criticar al patriarcado, criticar al propio patriarcado internalizado. Estudiar el feminismo, estudiar lo femenino, las mujeres. Imitarlas, soñar, no imitarlas. Negar la masculinidad que represento mientras sufro la culpa de personificar, de algún modo, a dicho sistema. 

Andrea Ostrov (2004) nos recuerda, en base a los desarrollos teóricos de Judith Butler, que necesariamente los cuerpos son interpretados mediante las significaciones culturales que percibimos los demás en ellos: los cuerpos se organizan y categorizan “en función de determinados rasgos anatómicos que la cultura sanciona como relevantes”, donde los criterios de reconocimiento son dictados por la oposición binaria de hombre y mujer (Ostrov, 2004, p. 21). Del mismo modo, Nelly Richard indica que la forma en que concebimos al género depende de un sistema de representaciones; es decir, construcciones discursivas que la cultura inscribe (e interpreta) en los cuerpos (Richard, 2009, p. 77). Encontrarme tempranamente con Judith Butler plantó en mi vida una semilla de la esperanza de poder transgredir los designios que recaen sobre mi cuerpo, en un futuro no lejano. Estudiar el feminismo postestructuralista de Braidotti y Butler, entre otras, me redime de la carga de mi sexo al develar que los cuerpos son efectos de una construcción discursiva, y no cárceles biológicas. Pero en la práctica… no parece ser tan así. 

En la práctica, no importa mi identidad autopercibida, ni mis ideas en torno a quién soy o quién quisiera ser; lo socialmente relevante es la construcción discursiva en torno a mi cuerpo, mi cuerpo categorizado por el otro sobre la base de los recursos simbólicos del binarismo de género. Y no les culpo; es esperable que el resultado de la interpretación que ocurre en el milisegundo que se lee mi nombre o se visualiza mi cuerpo sea: onvre. No les culpo, porque no importa cuántos detalles de mi apariencia, mi expresión y mi comunicación distan de lo masculino; mi cuerpo, mis rasgos faciales, mi caja torácica, mi osamenta, mis cromosomas y mi cráneo siguen siendo biológicamente masculinos. Y éste es un hecho azaroso que, aparte de causarme un dolor incesante, tiene repercusiones sociales indeseadas. Yo no elegí nacer y vivir en el cuerpo, en la posición de sujeto, del opresor. Sin embargo aquí estoy, y algo hay que hacer. Y dije «culpa», culpa, porque encontrarse en esta frontera, en este proceso nómade de transición por el desierto eterno de la matriz de género, significa que cada minucia del día a día es como pasar a llevar una herida que no cicatriza. 

Bell hooks argumentó que el objetivo del feminismo es acabar con el sexismo, la explotación sexista y la opresión (hooks, 2020, p. 16). No son individuos estos hombres, sino sistemas, por lo que (quizás) no haya que acabar con el hombre como identidad o categoría demográfica. Pero ser hombre es también un símbolo, usualmente interpretado como una posición de sujeto que se corresponde con personas alineadas (ver Ahmed, 2006) a la enfermiza masculinidad hegemónica. El hombre es un símbolo, pero también es una estructura corporizada: millones de vectores de sexismo, opresión, violencia de género, y reproducción de la hegemonía patriarcal, fabricados en serie, autoreplicantes, engendros tóxicos de sangre, sudor y pelos; un enjambre autónomo desenfrenado, infiltrados en cada organismo, un ejército con mayor disciplina y efectividad que la fantasía más disparatada de un fascista. Y, como problematiza bell hooks (2017, p. 29), no se trata de una predisposición biológica, sino de un sistema que nos socializa masivamente, a hombres y mujeres, en la ideología patriarcal. Se trata, entonces, de política: individuos socializados como varones que, tarde o temprano, se dan cuenta de que la posición en la matriz de género que se les ha sido asignada les resulta usualmente beneficiosa, cuando menos cómoda, y, en los peores casos, irrelevante en el curso de sus vidas. En consecuencia, acabar con el sistema que produce dichos vectores de opresión pasa, necesariamente, por generar las condiciones para que hombres y mujeres puedan desafiar al sistema que otrora no podía ser nombrado (hooks, 2004, p. 8); es decir, dotar tanto a hombres como a mujeres de las herramientas conceptuales y críticas para reconocer al patriarcado. 

¿Por qué hablamos sobre esto? Justamente porque parece que a los hombres no les interesa el feminismo. Toco estos temas porque son las problemáticas que me surgieron al experimentar el diplomado en tanto objeto de consumo y producción cultural, en cuanto experiencia. También se imbrican en emociones que, luego de todos esos meses, no pude resolver de forma alguna. 

Participar de un espacio donde me sentí constantemente “el otro”, a la vez que me sentí aceptade y reconocide, quizás por primera vez en un contexto “público”. Contradicciones que me suscitaron euforia y disforia; una puerta abierta por la que no me atreví a entrar. 

Mi transición ha sido una experiencia de devenir –en el sentido de Rosi Braidotti (2000, p. 135)– hacia lo femenino, acercándome a una categoría que me es ajena, distante, imposible de acceder, incluso prohibida de corporizar. Por respeto, por temor a intimidar, por el reconocimiento de que no es mi lugar. Deseo no ser lo que soy, pero me avergüenza y me intimida hacer algo. Esto me pone en el sitio problemático de calzar y no calzar: sentir la aceptación de mis compañeras, flotar por el mundo de las ideas feministas, haber tenido una vida rodeada de otros significativos casi exclusivamente femeninos, recibir pronombres femeninos por parte de mis cercanas… pero a la vez, sentir que no es una pertenencia natural ni apropiada, temiendo que la validación sea forzada, no genuina. ¿Quién mierda me hizo hombre, para suplicarle que lo corrija? Compartir en un espacio exclusivamente femenino me significó esta ambivalencia; un crecimiento en términos de la paz con mi identidad, a la vez que una profundización de mi alienación con mi propio cuerpo y mi experiencia en el mundo. 

La asunción de una identidad, por complejo que sea en lo teórico, es un proceso instantáneo y reiterativo. No comprender ni manejar del todo la forma en que se me percibe resultó una fuente constante de disforia, dado que la presión por controlar la performance termina pasando la cuenta. El dolor complejo de encontrarme en dicho cruce de interpretaciones y miedos, cristalizado en el cuadradito que me muestra mi propio rostro en la esquina inferior izquierda de la pantalla. ¿Me sentiré más a gusto si me maquillo para la clase? ¿O acaso maquillarme será percibido como forzar la identificación; una especie de parodia, un show? ¿Soy ridículo, un actor, un payaso? 

A pesar de estas ideas que comparto, la masculinidad destacó en las clases como la presencia ausente, como un horizonte amenazante, poco problematizado. La fuente de los traumas y sufrimientos relatados, pero que evadimos. Este “otro” masculino, polaridad fálica que remite oposicionalmente a la mujer al verdadero lugar de otro, es también el otro interior con el que convivo, y que busco superar a diario. Por eso, si bien no me corresponde ser feminista, el femi nismo es mi mayor herramienta: es el lenguaje, la capacidad conceptual y crítica para reconocer al patriarcado dentro y fuera de mi, y así procurar erradicarlo. 

Un día, una compañera del diplomado me comentó, por chat, sobre lo poco diverso que consideró al curso. Sólo mujeres blancas, creo que me dijo. Tiene sentido. Mientras, yo había encontrado al diplomado de lo más diverso, desde la distancia que tuve (o tomé) respecto a ellas: mujeres con diferencias dentro de cada una de ellas, subjetividades situadas desde sus propios lugares de enunciación (Braidotti, 2000, p. 193). Quizás ella tenía razón: el feminismo es para todo el mundo, y aquí no estaba todo el mundo. Estaba el sujeto político del feminismo, por su puesto, pero no los actores de un movimiento de masas (hooks, 2020, p. 25). Pero quién es una para juzgar movimientos emancipatorios. Sigo con la incertidumbre de si aquél fue o no fue mi lugar, como identidad no-binaria. Sigo con la duda de cuál sería mi lugar, porque no lo es ni la categoría de hombre ni de mujer. ¿Es acaso necesario un lugar? ¿O debemos, como Braidotti (2000), abrazar el nomadismo y sus figuraciones futuras de nuevos géneros fuera de la matriz patriarcal y oposicional de identificación? No sé si quiero vagar eternamente por un desierto. Qué espacios abrir, y cuáles cerrar. Reflexiono sobre qué es lo que damos por sentado, siempre.


Referencias 

Ahmed, S. 2006. Queer Phenomenology. Orientations, Objects, Others. Duke University Press. 

Braidotti, R. 2000. Sujetos nómades. Corporización y diferencia sexual en la teoría feminista contemporánea. Editorial Paidós. 

Butler, J. 1998. Actos performativos y constitución del género: un ensayo sobre fenomenología y teoría feminista. Debate Feminista, vol. 18, Octubre de 1998, pp. 296-314. 

De la Cerda, Dahlia. 2020. Feminismo sin cuarto propio. En Tsunami 2. Editorial Sexto Piso. 

hooks, bell. 2004. Entender el patriarcado. En The Will to Change: Men, Masculinity, and Love. Editorial Atria Books. Trad. Gabriela Adelstein. 

hooks, bell. 2017. Política feminista/Toma de conciencia. En el feminismo es para todo el mundo. Editorial Traficantes de Sueños. 

hooks, bell. 2020. Teoría feminista: de los márgenes al centro. Editorial Traficantes de sueños. 

Lorde, A. 2003. Usos de la ira. Las mujeres responden al racismo. En La hermana, la extranjera. Editorial Horas y horas. 

Ostrov, A. 2004. El género al bies: cuerpo, género y escritura en cinco narradoras latinoamericanas. Editorial Alción. 

Richard, N. 2009. La crítica feminista como modelo de crítica cultural. Debate Feminista, vol. 40 (Octubre 2009), pp. 75-85.