Violencia en América Latina: dos aproximaciones

En la región latinoamericana, la violencia derivada de las pandillas y el crimen organizado es estudiado como un fenómeno socialmente relevante sólo desde hace algunas décadas (Bailey, 2009, p. 22). Las pandillas han surgido debido a las condiciones de pobreza, desempleo, y debilidad de las instituciones educativas (Brenneman, 2014, p. 7), principalmente en Centroamérica. Latinoamérica, una región caracterizada por la estratificación de un sistema que marginaliza y aísla económica, social y políticamente a grandes sectores de su población (Ibíd, p. 14), resulta el espacio propicio para que amplios sectores juveniles busquen salidas a dichas falencias por vías de identificación radical y organizaciones de corte “antisocial” o ilícito. En este sentido, las pandillas surgen como agrupaciones identitarias que ofrecen un sentido colectivo y de reconocimiento a sujetos que viven vulnerabilidad y probreza multidimensional, con el objetivo de contrarrestar la alienación y vergüenza que experimentan debido a su posición social inferiorizada (Ídem.)

Las interacciones y disposiciones violentas que son protagónicas en este tipo de organizaciones surgen como una forma de enfrentarse a su entorno, y por ende aparecen como necesarias en la vida de los grupos abyectos, en tanto la subsistencia al margen suele valerse de de actividades consideradas socialmente como negativas, o actividades ilícitas, despreciadas, o directamente conflictivas, y que por tanto implican relaciones constantes de tensión, inseguridad, y enfrentamiento. Los rubros violentos intrínsecos a estos contextos de marginalidad suelen tomar la forma de competencia comercial extrema (donde la violencia resulta útil para coercionar la sumisión del competidor), monopolización de rubros económicos (asegurando el control sobre el mercado mediante la violencia), o la toma del control del intercambio de especies en el territorio (asegurando el poder sobre las transacciones mediante la amenaza y la capacidad de deterrencia); es decir, la violencia es un recurso necesario para el surgimiento individual en un contexto de inestabilidad y peligro constante. Efectivamente, Bailey y Taylor (2009) afirman que la violencia es más recurrente cuando los grupos no poseen el monopolio del poder en su zona (p. 23), dado que la violencia se trata de una expresión de la competencia por este control: “Los patrones de competición entre grupos criminales en una región dada pueden jugar un rol importante en los patrones de confrontación entre crimen y estado resultantes” (Ídem).

De esta manera, la violencia emana de las actividades (Brenneman, 2014, p. 3) que son propias a contextos de vulnerabilidad y marginalidad, pues son en sí actividades de re-apropiación de recursos, de dominación económica por medios no convencionales, de la capacidad de coercionar al otro de ceder parte de sus recursos, de actividades remunerativas ilícitas (por ejemplo, suplir una demanda no suplida por vías oficiales, o bien prestando una ventaja comparativa al mercado formal), etc. Por lo tanto, el problema de la violencia en barrios marginales latinoamericanos tiene fuentes sociales y políticas concernientes a la organización espontánea que toman las poblaciones vulnerables en contextos de segregación y desigualdad, ambos característicos a la región, y de ninguna manera refieren a problemas de conducta juveniles (Bailey, 2009, p. 4), como aseguran algunos medios (y que por ende podrían ser corregibles sin alterar la estructura de la sociedad que los genera).

Además de sus necesidades de subsistencia económica mediadas por la violencia, estos grupos sociales también presentan necesidades de validación subjetiva, originadas por verse inmersos en una realidad sociocultural que reniega de sus formas de vida y negativiza a sus comunidades. Aquellas también son satisfechas mediante la violencia en la forma de disputas por la dominación discursiva de un estilo de vida, en pos de legitimar las actividades, comportamientos, apariencias, y consumos culturales que conforman la identidad colectiva de cada pandilla o grupo, a lo cual se le relaciona la necesidad de una diferenciación social que cohesione a sus integrantes y otorgue sentido al conjunto de valores que identifica al grupo. Las pandillas, entonces, generan cohesión a partir de la violencia física y simbólica que ejercen, a medida que socializan a la juventud (Brenneman, 2014, p. 3) en la forma de vida abyecta que les es propicia (emocional y materialmente) para subsistir.

Visto desde otro punto de vista, la violencia puede ser entendida como un rasgo justificador del estilo de vida adoptado, mediante el cual se valida la diferencia a través de un dispositivo de superioridad que cobra sentido dentro del concepto de masculinidad hegemónica. La masculinidad, como concepto, se basa en la inferiorización de su opuesto en el binario de género (lo femenino), pero también sostiene su definición en la invalidación de otras identidades menos masculinas u homosexuales; por consiguiente, su definición depende en la denuncia de la insuficiencia de masculinidad en las expresiones de género de otros, el rechazo total de toda característica/comportamiento que pueda ser identificado como femenino (en tanto asociado con lo débil, sensible, pasivo), y en la exacerbación de la propia en función de la capacidad de expresar violencia. Ambas formas de identidad, la de pandilla y masculina, son entonces expresadas fuertemente mediante el lenguaje corporal, el habla, la vestimenta, el consumo cultural y las prácticas de los individuos: se marcan performativamente en sus cuerpos, siempre intersectadas por las dimensiones de clase, género, y raza.

La disposición masculina/pandillera implica, entonces, una “búsqueda desesperada por respeto entre jóvenes cuya etnicidad, estatus económico, barrio, y vida hogareña les han dejado con una experiencia de vergüenza profunda y crónica” (Brenneman, 2014, p. 10), expresada en un “vocabulario reconocible, un modo de vestimenta y comportamientos apuntados hacia la identificación mutua y la inspiración de orgullo entre miembros” (Ibíd., p. 11).

Es por estas razones que Brennemann (2014) insiste en la capacidad religiosa de reinscribir marcas corporales como forma de escape de la vida de pandillas: salir de ellas implica un complejo trabajo de transformación personal, tanto en los apartados internos (adecuando al self a un nuevo esquema de disposiciones) como externos (apariencia, corporalidad, etcétera); literalmente una lucha (wrestle) contra la ideología y el habitus pandillero internalizado desde la juventud. Las iglesias pueden operar como como organizaciones destinadas a la re-habilitación (entendida como habilitación al esquema de disposiciones normativo, no-abyecto) mediante los recursos sociales y culturales que entregan, capaces recomponer la identidad negativa del sujeto (Ibíd., p. 4), reformando las disposiciones internalizadas y finalmente alterando las marcas corporales y de comportamiento que identifican a los sujetos con su adscripción social (Arias, 2014, p. 5).

La religión posibilita la incorporación de nuevos hábitos para enfrentar el contexto social en cuestión que se alejan de la masculinidad y la violencia anteriormente detallada, ofreciendo una nueva fuente de sentido que comprende una nueva sensación de protección removida de la violencia pandillera y nuevas marcas corporales que asisten en el proceso de reforma personal (Ibíd. p. 14). La religiosidad también opera como un capital social que genera una nueva red social y de apoyo para los jóvenes que escapan de su anterior red delictual o pandillera (Ibíd., p. 2), promoviendo la independización respecto de estos círculos

En conclusión, por un lado, la persistencia de la violencia en América Latina surgiría por contextos de marginación e insuficiencia material, donde la población debe adecuarse dentro de una economía capitalista que se rehúsa a formas cooperativas de subsistencia, y, como se expuso, se recurren a formas de competición económica formalmente ilegítimas que recurren a la violencia. Por otro lado, en una dimensión quizás cultural, podemos encontrar la prevalencia de formas violentas de interacción, suscitadas en gran parte por la adscripción a la masculinidad hegemónica (i.e. patriarcal), que incentivan las lógicas de sobreposición competitiva de un grupo sobre otro, de dominación e inferiorización del otro como forma de identificación positiva, y de individualismo salvaje mediado por un deseo de acumulación, destacamento y egocentrismo, los cuales pueden ser entendidos como los pilares identitarios-interaccionales del sistema capitalista, al operar inconscientemente como un dispositivo que otorga sentido y a la vez posibilita el éxito en una economía capitalista de corte neoliberal.

Referencias:

  • Javier Auyero. «Clandestine Connections: The political and relational ma- kings of collective violence». En: Violent Democracies in Latin America. Ed. por Enrique Desmond Arias y Daniel M. Goldstein. Duke University Press, 2010
  • Robert Brenneman. «Wrestling the Devil: Conversion and Exit from Cen- tral American Gangs». En: Latin American Research Review 49 (2014), págs. 112-128
  • Enrique Desmond Arias. «Violence, Citizenship, and Religion in a Rio de Ja- neiro Favela». En: Latin American Research Review 49 (2014), págs. 149-167
  • John Bailey y Matthew M Taylor. «Evade, Corrupt, or Confront? Organized Crime and the State in Brazil and Mexico». En: Journal of Politics in Latin America 1.2 (2009), págs. 3-29