El mestizaje como fuente de identidad racial

Sabido es el fatídico liderazgo mundial de Latinoamérica en términos de desigualdad de ingresos (Telles, 2013, p. 1561), pero para desgracia de la región, su desigualdad característica no sólo es medible en dicha métrica, sino que también es perceptible en otras dimensiones de la vida social, que se intersectan en el entramado de múltiples opresiones históricas que configuran la realidad altamente estratificada y desigual de América Latina.

Una de las dimensiones de desigualdad regional es la racial y étnica, entendida como el trato diferencial que se les da a los grupos racializados (es decir, vueltos cuestión de raza por obra de la raza no marcada, la dominante) y los grupos étnicos (en tanto minorías constituidas como tales mediante su desplazamiento político, territorial, lingüístico y simbólico del campo del poder en la nación). En la dimensión de ingresos económicos, por ejemplo, puede identificarse la preponderancia de blancos en los estratos sociales altos (Schwartzman, 2007, p. 944), pero –desde un enfoque más amplio– la desigualdad es visible también a través de la constante demanda por inclusión simbólica y social clamada por los distintos grupos minoritarios (étnicos o raciales) u oprimidos (Itzigsohn, 2006, p. 201), y por las innumerables luchas contra las desigualdades sociales y su marginalización multidimensional. Todo esto puede ser interpretado como obra de un proceso de dominación colonial que ha dejado como heredero ideológico el pensamiento racista, imbricado en las estructuras de poder surgidas en la nación, y reproductor de esta ideología de segregación, opresión y explotación.

El pensamiento racista, desde una aproximación sociocultural (Telles, 2013, p. 1568), puede ser explicado como un proceso de socialización gradual que resulta en el desarrollo de un conjunto de concepciones negativas respecto de ciertos grupos raciales, o más específicamente, de los individuos marcados como tales. En otras palabras, se trata del desarrollo de prejuicios raciales mediante la internalización de discursos discriminatorios históricamente asentados en la nación que (1) configuran simbólicamente a grupos sociales definidos por marcas raciales o étnicas como poseedores inherentes de cualidades negativas; o bien, en un nivel estructural, (2) a la explicación de las condiciones sociales que viven estos grupos en base a atributos propios a las y los integrantes de estos grupos (como inferioridad cognitiva, predisposición a la violencia, sexualización o animalización, etc.). De manera abstracta, la aproximación sociocultural refiere a la forma en que los sujetos racistas adquieren y ejercen su interpretación racista del mundo.

Desde una aproximación fundada en la teoría del conflicto grupal (Ibíd), el racismo es entendido en términos relacionales como las actitudes negativas de determinados grupos contra otros grupos raciales y étnicos, pero basados en defensa de intereses materiales divergentes, fundados en la noción de una superioridad o posesión de un derecho inherente respecto de los recursos que vendrían a ser disputados o robados por el otro grupo (Quillian, 1995). Se trata de una argumentación económica del prejuicio, donde el trato negativo responde a la expresión de una percepción de amenaza atribuida a la incursión del grupo racial en el campo propio.

Pero las ideas y actitudes raciales, en tanto forma de interpretar la sociedad y la nación, no necesariamente responden a mecanismos individuales, donde cada sujeto desarrolle o no una actitud racista o no racista de acuerdo a sus circunstancias o experiencias propias, sino que se encuentran enraizadas en la historia de la región (Telles, 2013, p. 1592) y por ende cristalizadas en su cultura e instituciones, produciendo una realidad social cimentada sobre el terreno conflictivo e injusto provocado por la desigualdad estructural.

La interpretación más evidente de las desigualdades en la región remite a la socioeconómica, expresada a través de la estructura de clases sociales. Pero en el fondo de ella, en su polo inferior referente a las clases bajas y la pobreza, coinciden las poblaciones afrodescendientes e indígenas (y femeninas). Cada una de estas dimensiones de desigualdad (de etnia, raza y género), distintas a la de clase, operan bajo sus propias lógicas, y no necesariamente se encuentran supeditadas a la desigualdad económica. Pero a pesar de ello, la intersección entre dimensiones de desigualdad refiere a una relación entre pertenencia a grupos indígenas y afrodescendientes y la pertenencia a clases inferiores.

En esta medida, la experiencia interseccional de la raza, la etnia y la clase –entendidas como un conjunto de opresiones que configuran posiciones desprivilegiadas y estigmatizadas en el entramado social– provocan que los sujetos interpreten la existencia de desigualdades sociales mediante aproximaciones distintas según su posicionamiento: los grupos dominantes tendiendo a un enfoque individualista, y los grupos dominados mediante un enfoque estructural (Telles, 2013, p. 1563). En este contexto ideológico, donde la historia de desigualdad y opresión incentiva interpretaciones estructurales  de la injusticia social y por ende fomenta el conflicto político, surgen relatos nacionales capaces de negar y ocultar las causas estructurales de las desigualdades raciales y étnicas, vaciando a las categorías en las que se basan.

El proyecto del mestizaje surge durante los siglos XIX y XX como un discurso con pretensiones unificadoras de las poblaciones negras, indígenas, blancas, y de otros colores (Telles, 2013, p. elles, 2013, p. 1561); se trata de una una narrativa de corte etnocultural (Itzigsohn, 2006, p. 201) capaz de aunar a la nación mediante un prisma conceptual que posibilita a los distintos estratos ignorar los mecanismos de discriminación y prejuicio racial y étnico (Telles, 2013, p. 1567) en operación dentro del proceso de reproducción de las  desigualdades, con la gran novedad de posibilitar el reconocimiento de los dominantes como parte de un mismo grupo identitario que los oprimidos. La idea de mestizaje forzó discursivamente la asimilación de los grupos indígenas (Telles, 2013, p. 1564) a través de su texto de igualdad étnica y racial que trasciende toda diferencia. El énfasis en la blancura (whiteness) cede ante un concepto capaz de desvanecer las distinciones y los límites entre categorías, ofreciendo una nueva categoría de pertenencia universal y homogénea en su reemplazo, que constituye una nueva narrativa nacional expresada como ficción refundacional: olvidemos las diferencias y seamos uno solo. Pero en el proceso, las relaciones intra-cateegorías continuaron operando en torno a lo blanco como normalidad, acercando lo moreno a lo blanco en lugar de lo moreno a lo negro (Telles, 2013, p. 1566). Este concepto de mestizaje, entonces, enmascara la discriminación y las jerarquías raciales, al ofrecer esta nueva identidad común y nacional que oculta el origen histórico-racial –es decir, estructural (Telles, 2013, p. 1567)– de las jerarquías y las relaciones de poder en la región dejándolas al vaivén de la clase, ergo truncando su resolución (y, en efecto, posibilitando su reproducción).

El concepto de mestizaje implica una involución hacia el lenguaje colonial, donde la distancia entre colonizadores y colonizados se traducía en el concepto de “indio” como un amalgama conceptual que hace referencia a todo lo no-blanco; y en este sentido, mestizo no es sino otra forma de ignorar la multiplicidad de cosmovisiones de los distintos grupos étnicos y raciales que componen las naciones, y de hacer efectiva la obliteración de sus experiencias y particularidades.

Mediante esta operación de homogeneización racial, la anulación simbólica de colectividades y sus diferencias deslegitima su movilización política; en efecto, retardando la organización étnica y racial dentro de la región (Telles, 2013, p. 1566) al suavizar el factor de la raza dentro de las contradicciones sociales. En otras palabras, el concepto de mestizaje enmascara el rol de la raza en la estructuración de la desventaja (Telles, 2013, p. 1586) mediante una falsa imagen de igualdad o equivalencia, desmovilizando a la población en la totalidad de las dimensiones étnicas y raciales de opresión y desigualdad, efectivamente naturalizándolas como categoría de dominación al servicio de las clases dominantes.

Dado su potencial de despolitización social y capacidad para reemplazar lógicas identitarias basadas en la etnia y la raza por una gran identidad común, el mestizaje surge como imagen nacional (Itzigsohn, 2006, p. 195) en un contexto regional de disputas locales por la hegemonía del discurso nacional, donde se enfrentan el Estado versus los movimientos sociales locales y la influencia de las élites fuera del poder (Itzigsohn, 2006, p. 195). La nación, en tanto comunidad imaginaria, se haya en disputa por parte de los múltiples grupos que buscan posicionar su discurso como relato hegemónico que dote de sentido y pertenencia a la comunidad. En este aspecto, la disputa es una de constante tensión entre inclusión y exclusión (Itzigsohn, 2006, p. 197), en vista de que las adscripciones identitarias refieren, en el sentido schmittiano, a la identificación de un enemigo (hostis) en tanto otro irreconciliable, que posibilita la agrupación de individuos en torno a la identidad grupal basada en una exclusión que remite a la diferencia identificada. Los términos de la exclusión e inclusión son, en última instancia, los de definición del colectivo, y dicho contenido se juega en el discurso que se sobreponga. En función de esto es que el discurso del mestizaje, en tanto fuente de identidad racial e imagen/ficción nacional, cobró fuerza en los procesos de gesta nacional de las distintas naciones latinoamericanas, por las razones ya entregadas y con distintos grados de éxito. Vale decir que, en el presente, sus consecuencias pueden ser vistas en la actualización de Estados hacia nuevas formas purinacionales o multiculturales, o bien en la resistencia de otros Estados en reconocer la autonomía y soberanía de múltiples naciones ubicadas dentro de su territorio. Sin duda, la imposición de un relato con pretensiones de sobreescribir la historia de colonización y opresión racial en la región tiene implicancias políticas nefastas al interpretarse como un discurso neo-colonialista que sobrepone una igualdad inocua a la demanda de reconocimiento y autonomía de grupos divergentes al statu quo. En este sentido, y como conclusión, el mestizaje entendido como un pluralismo que vacía de contenido a las posturas que divergen de la hegemónica (blanca, estatal, europeizada, burguesa) incentiva la despolitización de la disputa por el reconocimiento, al imposibilitar una contraposición efectiva de posturas mediante una tolerancia forzada. Es, en este sentido, una idea profundamente antidemocrática.

Referencias:

  • Edward Telles y Stanley Bailey. «Understanding Latin American Beliefs about Racial Inequality». En: American Journal of Sociology 118.6 (2013), págs. 1559-95
  • Luisa Farah Schwartzman. «Does Money Whiten? Intergenerational Chan- ges in Racial Classification in Brazil». En: American Sociological Review 72 (2007), págs. 940-963
  • Quillian, L. (1995). Prejudice as a response to perceived group threat: Population composition and
  • anti-immigrant and racial prejudice in Europe. American Sociological Review, 586-611.
  • José Itzigsohn y Matthias Vom Hau. «Unfinished Imagined Communities: States, Social Movements, and Nationalism in Latin America». En: Theory and Society 35.2 (2006), págs. 193-212