Discriminación de la gordura y su relación con el capitalismo, el género y la clase

Dánae (1636), de Rembrandt.

Este breve post es la traducción y desarrollo de mi respuesta en reddit intentando refutar el argumento de que la aceptación de la gordura (fat acceptance) sería análoga al feminismo burgués, en el sentido de que ninguno de los dos llegaría a la raíz de todas las opresiones, que son las condiciones materiales de la sociedad capitalista. Según mi perspectiva, la gordofobia sí se encuentra íntimamente relacionada al patriarcado y al capital.


Mientras se sigue sosteniendo que ciertas situaciones y fenómenos sociales –particularmente los que afectan a mujeres– corresponden temas superficiales y banales, resulta imperante poner el enfoque de estudio justo ahí donde se considera que no existe dominación, justamente para visibilizar la forma en que la ideología de turno genera un entramado de opresiones y dinámicas de poder que no deja libre a ningún aspecto de nuestra sociedad de su utilidad como medio de reproducción de la dominación.

Contrario a lo que se suele sostener desde el campo de las teorías ortodoxas que rechazan las olas de políticas de la identidad (identity politics) que han caracterizado la escena moderna del pensamiento crítico y los estudios culturales, la estigmatización de la gordura femenina puede ser comprendida y estudiada como un fenómeno social capaz de referir a la raíz de las contradicciones del capitalismo moderno.

En la actualidad, las mujeres gordas son común y popularmente (al menos en occidente) caracterizadas como feas, flojas, asexuales, poco femeninas, y carentes de valor como mujeres, sencillamente por alejarse de las normas que configuran el canon de belleza patriarcal actual. En este sentido, la gordura por sí misma resulta una categoría que permite o “justifica” el ejercicio de discriminación contra la mujer, matizada con argumentos médicos e imperativos de belleza que tipifican a la mujer como un cuerpo-proyecto para el disfrute masculino (es decir, un cuerpo que debe ser construidos bajo términos de consumo masculino).

La discriminación contra la gordura (gordofobia o fat shaming) es una parte vital del mecanismo que posibilita la existencia de los ideales de belleza. Al negar la posibilidad de lo bello en la gordura, la delgadez surge como su opuesto: la corporalidad que ostenta el privilegio de la belleza. La delgadez y la gordura, entonces, se configuran como corporalidades opuestas, la primera requiriendo de la negativización de la segunda para valorizarse socialmente. Es decir, la delgadez como belleza es una identificación oposicional. Esta oposición entre corporalidades se ejerce originalmente al referirse a las corporalidades de sujetos de diferentes clases: la delgadez es el marcador corporal moderno de belleza que se relaciona simbólicamente a las clases altas, pues son éstas quienes poseen los medios económicos, temporales y de habitus que posibilitan dicha corporalidad, en oposición a la apariencia de los pobres, quienes son estadísticamente más gordos debido a sus modos de vida, las extensas jornadas laborales, la dificultad de adquirir productos saludables versus la accesibilidad de la comida rápida. En el pasado, estos roles podrían haber sido opuestos: por un lado tenemos la clásica imagen del señor feudal, el rey o el burgués con sus gruesas y gordas corporalidades, y por otro tenemos al peón, al plebeyo y al proletario, con sus cuerpos emaciados por la privación del sustento digno.

Los ideales de belleza modernos suelen impulsar la representación de imágenes femeninas sexualizadas que satisfacen al consumo sexual masculino. Estos ideales son socializados a los individuos mediante el consumo mediático; es decir, su reiteración y masividad procuran la internalización de los mismos por parte de las y los espectadores. Hoy en día, los medios masivos de comunicación –particularmente los audiovisuales, tales como el cine y la televisión– sobre-representan los cuerpos de mujeres delgadas y normativamente bellas, así como de mujeres “sexis” en general, tipificando esta internalización como una de intereses sexistas y elitistas.

Algunos de los efectos de estos ideales de belleza, construidos en clave patriarcal y masificados globalmente, son la reproducción de la valoración social de (y por ende, de la prescripción respecto de) corporalidades femeninas basadas en el interés masculino hegemónico, así como la generación de una enorme brecha entre la belleza “lograble” por una mujer normal y las imágenes de ideales de belleza que la mayoría de la gente habrá consumido durante su vida.

Por lo tanto, tenemos por un lado la prevalencia cultural de referentes de belleza diseñados según los patrones de consumo sexual masculino, lo cual significa una presión hacia las mujeres para configurarse dentro de los términos de este ideal para validarse como mujeres y como potenciales parejas de acuerdo a la heteronorma, pero, a su vez, ocurre que las expectativas masculinas se tornan más exigentes al basarse en la idealización de cuerpos artificialmente “bellos” que los medios representan para aumentar ventas y audiencias, y por ende, dichas expectativas resultan más difíciles de alcanzar para las mujeres.

Esta situación (escuetamente descrita) genera una grave disatisfacción corporal, la cual resulta transversal: si bien las mujeres gordas se sienten disatisfechas por sus cuerpos grandes y rechazados, las mujeres delgadas también, pues todas se ven enfrentadas a un ideal de delgadez que implica un trabajo corporal arduo y caro de realizar, y que en última instancia es casi imposible de alcanzar. Dicha disatisfacción corporal es mediada por el capitalismo a través del consumo de los millones de productos y actividades reductores y adelgazantes, que van desde rutinas de ejercicio y dietas especiales al abuso de fármacos y complejas operaciones quirúrgicas. De hecho, la identidad femenina bajo el patriarcado capitalista contiene a la belleza como uno de sus valores fundacionales, por lo que resulta lógico que la feminidad en nuestra cultura occidental neoliberal sólo pueda representarse a sí misma mediante el mercado (aumentando la división de clases).

En conclusión, el constante miedo a volverse gorda –una corporalidad sancionada socialmente y rechazada sexualmente, generando problemas personales respecto a la autoestima y otros–, o de ser categorizada como gorda –independiente de la talla que se sea– y por lo tanto fea, presiona a que las mujeres a entrar a una condición de disatisfacción permanente, donde siempre serán insuficientes y nunca alcanzarán plenitud alguna. Las inseguridades personales y las expectativas inalcanzables las llevan sólo a consumir más y más buscando una solución a un “problema” que pareciera ser inherente a su género, volviéndolas intrínsecamente dependientes de dicho consumo, como los sujetos débiles, insuficientes, y carentes que el patriarcado les insiste ser.

Bastián Olea Herrera.
Sociólogo (Universidad Alberto Hurtado)
Contacto: bastianolea (arroba) gmail.com