Democracia, y la sociología como arma de la crítica

“Las ideas de las clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante.” (Marx, 1974, p. 50)

En esta lapidaria sentencia, Marx establece la base que conforma la teoría de las ideologías, cuyo florecimiento se vería luego de la década de los ’60, con la (tardía) traducción de sus Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844. La concepción crítica de la conformación de los discursos en la sociedad es uno de los ejes principales de “La Ideología Alemana” de Marx y Engels, sus numerosos capítulos estando primordialmente llenos de sátira y descalificación contra la filosofía idealista de los filósofos alemanes. Desde una concepción de clase, que considera la configuración contradictoria de la economía capitalista –conformada, básicamente, por propietarios y desposeídos–, se extrae que la manifestación simbólica o especular de la sociedad (en el sentido situacionista) va ligada directamente con su funcionamiento y conformaciones materiales. Esto significa que “La crítica del cielo se cambia así en la crítica de la tierra”, como se plantea en la Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, estipulando que es el mundo material quien determina el subjetivo, y no (al contrario) el mundo de las ideas el que defina el de los humanos. Aquellos grupos cuyo poder pueda incidir en la configuración de las actividades humanas se verán en la posición de plasmar sus lógicas y subjetividades como matrices para su reproducción y aceptación social. Detrás de este pensamiento se encuentra la filosofía del determinismo económico, pieza clave del pensamiento marxista moderno.

La tesis continúa: “Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes” (Ibíd.), construyendo así la noción de determinismo en el sentido de que las manifestaciones subjetivas de los sujetos sólo se dan dentro de sus condiciones materiales de posibilidad, dictadas por su contexto socio-histórico (Lukács, 1982, p. 106). Las relaciones sociales son también, así como los bienes comerciales, producto histórico del trabajo humano (Lukács, 1982, p. 103). Esto puesto que es por medio de los diferentes lazos sociales generados por los diversos modos productivos en que se organizan las sociedades (en vista de que es el trabajo la actividad principal en nuestra civilización actual), y, por ende, se materializan las instituciones y la cultura (Marx, 1974, p. 48). Así, la cultura resulta un producto de la sociedad, ya que sus pautas son dadas por las interacciones mediadas por las actividades de los sujetos. Esta cultura, producida en un contexto determinado, genera sus valores constituyentes de acuerdo a la experiencia común de estas actividades productivas, y por lo tanto, resulta reflejo de su condición naturalizada en los individuos. Es decir, la cultura naturaliza los aspectos que conforman la inter-relación entre actividades, en tanto éstas son su base material y, por consiguiente, único repertorio de conceptos para constituirse. De esta manera, la cultura se reafirma o justifica por la situación histórico-social en la que se sitúa (Lukács, 1982, p. 105), tomando su forma particular y reafirmándola.

En Marcuse, las clases dominantes como generadoras del “espíritu” de la sociedad son afianzadas y protegidas por una cultura burguesa diseñada a modo afirmativo, generando así mecanismos que transforman las falencias del capitalismo en rasgos disfrazados de forma idealista como valores deseables: “(…) a la penuria del individuo aislado responde con la humanidad universal, a la miseria corporal, con la belleza del alma, a la servidumbre extrema, con la libertad interna, al egoísmo brutal, con el reino de la virtud del deber.” (Marcuse, 1967). La función de este carácter afirmativo del capitalismo es invisibilizar los efectos atrofiantes que realiza dicho modo productivo sobre la psique humana, produciendo como forma de defensa una cultura servil al modo productivo, la cual construye un ciclo de determinación desde la economía hacia la cultura, y a su vez una sobredeterminación desde la cultura afirmativa hacia la economía experimentada por las masas. La manifestación de la cultura en el capitalismo, entonces, es una de valores y conceptos que afirman las expresiones fenomenológicas de dicho modo productivo al volverlas positivas y deseables.

Dado este trasfondo, el problema ético a tratar a continuación en este ensayo respecta a la democracia y sus posibilidades performativas. De acuerdo a lo que ya se argumentó, la democracia moderna se podría considerar como imbuida en las lógicas del capital, al formar parte de los conceptos contenidos en nuestra cultura particular. En este sentido, la «democracia» resulta un valor afirmativo más de la cultura, socialmente (sobre) valorado, y, por ende, socialmente “impuesto” en tanto valor realizable. En otras palabras: en tanto la democracia existe, resulta deseable, y es factible, es que se cae en una lógica tecnicista que presiona hacia su consecución. El problema recae en el «contenido» de dicha democracia, el cual recibe poca o nula crítica constructiva que llene este vacío concepto de sentido. Ergo, la democracia se vuelve en un imperativo político, sin tomar en consideración sus implicancias, aspectos positivos o negativos, sino que se alza como un proyecto necesario en tanto posible. Esta critica es planteada por Bauman sobre la técnica: el uso de tecnología (entendida como técnica, es decir, sobre un quehacer material) ve su justificación en la existencia misma de la tecnología, volviendo a la necesidad de técnica en un producto de la condición objetiva de existencia de un medio técnico. En otras palabras, la necesidad es creada por la existencia de su satisfacción (Bauman, 2009).

La democracia, entendida como un concepto cultural, aparece (como se argumentó más arriba) naturalizada a los ojos de las masas: la democracia es el norte a seguir, es el camino “correcto”. Esta naturalización responde al proceso de des-historización tratado por el posestructuralismo. En este respecto, Derrida ataca la institucionalización de los aspectos “basales” de la sociedad moderna-occidental-capitalista como piezas fundantes inamovibles, aplicando su mecanismo crítico de la deconstrucción para demostrar cómo aquellos valores, preceptos o ideas otrora normales, deseables o comunes, en realidad encuentran su génesis como constructos que producen una “política determinada” (Derrida, 1998, p. 144). De tal manera, la naturalización de las ideas en una sociedad se manifiesta como la configuración de una «memoria monumental», la cual se conforma por el bagaje conceptual de preceptos que pueden dar pie a la generación de sujetos normalizados dentro de la cultura (Derrida, 1998, p. 122) se ve en conformidad con la tendencia de la cultura a reflejar los aspectos dominantes de la realidad material de las sociedades. Por consiguiente, puede considerarse esta «fetichización de la democracia» como un producto del discurso dominante, con probables motivos utilitarios. Tales motivos quizás podrían referir a una necesidad de dominar la capacidad de participación política de las masas, en este caso a través de los mecanismos administrativos de la democracia representativa, y de sus procesos de «tolerancia represiva» que, en última instancia, desmovilizan las pulsiones de cambio social cualitativo al verse impuesta una cultura cuasi-democrática de empate de posturas políticas contrapuestas (Marcuse, 1965) – pero esto sin duda es tema para otra instancia.

Cuando la sociedad capitalista se ha vuelto capaz de invadir el inconsciente mismo de los sujetos, reemplazando sus capacidades supremas de «humanidad» por la simple aceptación de preceptos culturales/ideológicos que moldean una realidad ilusoria, albergada ahora en las raíces mismas de las psiques, es que se debe proceder a atacar los mismísimos cimientos de de la sociedad en los individuos, en vista de que son ellos los que a su vez reproducen la represión (Marcuse, 2010, p. 83) hacia ellos mismos y sus entornos.

En vista de esta problemática, la sociología pareciera ser una de las pocas herramientas tanto filosóficas como de praxis capaces de desenmascarar las tendencias ideológicas de la sociedad como los constructos sociales que realmente son. Esta necesidad de denunciar la base misma de la sociedad como un fraude globalizado, ligado a la hegemonización del capitalismo como modo productivo (y, por ende, societal) mundial se encuentra en concordancia con los postulados de las «epistemologías del sur», que plantean la necesidad de un cambio civilizacional (como el cambio cualitativo marcusiano) de carácter urgente, siempre considerando como su núcleo la construcción de una contra-hegemonía popular capaz de revertir el efecto de los conceptos culturales que envenenan las interpretaciones de la sociedad de las diferentes clases, naciones, y academias. En consecuencia con este punto, la sociología encuentra parte de su esencia ontológica en su capacidad transformadora que se alza desde sus herramientas críticas. Este potencial de interpretación de la sociedad y, a la vez, de construcción de alternativas, hacen de la sociología un exponente claro de las “armas de la crítica” apuntadas por Marx; pero, tal y como el célebre economista político plantea, “el arma de la crítica no puede sustituir la crítica por las armas; la violencia material no puede ser derrocada sino con violencia material. Pero también la teoría se convierte en violencia material una vez que prende en las masas” (Marx, 2004). Así, las epistemologías del sur alzan sus banderas de lucha desde la reivindicación de las teorías interpretativas locales como formas de transformación social independientes de los poderes hegemónicos que co-optan los conocimientos específicos a través de grandes discursos (usualmente eurocentristas o ideológicos-burgueses de por sí). Así, la sociología, como arma de la crítica, es capaz de encontrar la realización de su esencia en la iluminación del camino a la disolución del orden existente por medio de una filosofía emancipatoria de los pueblos.

Referencias:

  • Bauman, Z. (2009). Ética posmoderna (pp. 1–26). Siglo Veintiuno Editores.
  • de Souza, B. (2011). Introducción: las epistemologías del sur, 1–14.
  • Derrida, J. (1998). El amigo aparecido (en nombre de la democracia). In Políticas de la amistad (pp. 93–130). Madrid: Editorial Trotta.
  • Lukács, G. (1982). La conciencia de clase (pp. 103–108). Buenos Aires: Amorrortu editores.
  • Marcuse, H. (1967). Acerca del carácter afirmativo de la cultura, 1–34.
  • Marcuse, H. (2010). La liberación de la sociedad opulenta. In C. de Vicente Hernando (Ed.), La tolerancia represiva y otros ensayos. Madrid: Catarata.
  • Marcuse, H. (1965). La tolerancia represiva. In J. Pérez Corral (Trans.), A Critique of Pure Tolerance (pp. 1–19). Boston: Beacon Press.
  • Marx, K., & Engels, F. (1974). La Ideología Alemana (5 ed., pp. 1–752). Montevideo: Pueblos Unidos.
  • Marx, K. (2004). Introducción a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel (pp. 47–63). Buenos Aires: Signo.