La gordura femenina como una problemática social. Género, deseo y diferencia

El siguiente artículo corresponde a la 1ª parte de la redacción del esquema general seguido para la ponencia “La estigmatización de la gordura femenina. Belleza normativa, representación simbólica de la corporalidad, y el cuerpo como campo de subversión.”, presentada en el 9º Congreso Chileno de Sociología desarrollado en la UCM (Talca, Chile), específicamente en la mesa de Sociología del cuerpo y las emociones encabezada por María Emilia Tijoux. Corresponderá a una serie de artículos individuales que en conjunto conformarán cronológicamente los temas tocados en la ponencia.


Susana y los viejos (1518), de Tintoretto
Susana y los viejos (1518), de Tintoretto

Introducción

Estudiar la gordura desde un enfoque de género

El fenómeno de la gordura varía mucho entre cuerpos masculinos y femeninos, debido a que la corporalidad gorda genera diferentes respuestas por parte de la sociedad de acuerdo al género que se reconozca en el sujeto gordo. La mayoría de los estudios que conciernen al estudio de la corporalidad gorda incluyen alguna declaración acerca del sesgo de género que envuelve a la mayoría de los trabajos sobre corporalidades y desórdenes alimenticios: la preocupación –tanto estética como médica– por el peso y tamaño corporal es mayor en la población femenina que la masculina (Rothblum, 1992), y por consiguiente, resulta relevante investigativamente el estudiarla desde esa arista.

En términos biológicos o de sexo, son las mujeres quienes genética y hormonalmente tienen mayores probabilidades de aumentar de peso. En efecto, los cuerpos masculinos y femeninos suelen diferenciarse superficialmente por su distribución de tejido adiposo. Físicamente, es la distribución de este tipo de tejidos subcutáneos lo que configuraría un cuerpo comúnmente concebido como femenino, en tanto posibilita las marcas corporales que lo caracterizan: las caderas y muslos como depósitos periféricos de la grasa, junto a la existencia de pechos y nalgas más sobresalientes. Pero ocurre que, dada cierta cantidad y concentración de grasa corporal, las curvas “femeninas” se pronuncian hasta un punto en que el atractivo característico cesa, al tornarse gordo, y por ende, indeseable. El cuerpo femenino gordo implica la exacerbación de las características sexuales secundarias femeninas: la mujer gorda es inequívoca y maduramente femenina (Hartley, 2001, p. 68), bajo lo cual, lógicamente debería ser poseedora de un mayor valor erótico comparado con un cuerpo delgado o emaciado (de hecho, el aumento de grasa corporal incrementa la cantidad de estrógeno en el cuerpo, la hormona sexual femenina primaria que distribuye la grasa corporal y regula el sistema reproductivo y apetito sexual); pero diversos mecanismos sociales se encargan de simbolizar negativamente tal corporalidad grande y gorda, anulando su sexualidad y transformándola en indeseable incluso en etapas tempranas del sobrepeso (M. V. Roehling, Roehling, & Pichler, 2007). La gordura u obesidad en hombres, por otro lado, carece del mismo estigma que despierta en el cuerpo femenino; la identidad de género masculina parecería carecer de las mismas exigencias estéticas que las mujeres deben cumplir para validarse como tales.

Justamente, la cultura occidental y patriarcal propicia un mayor control sobre la apariencia y los actos de los cuerpos femeninos, así como un mayor interés respecto del cuidado y administración del cuerpo propio en las mujeres. Aquello propicia que se sancione más fuertemente la gordura cuando ocurre en las mujeres, de manera que (y por operación de otros mecanismos de género) la docilidad de los cuerpos femeninos parece ser mayor que en hombres (Bartky, 1988, p. 27). Es por esto que, para fines de la presente ponencia, nos referiremos exclusivamente a la gordura de las mujeres, o la gordura femenina.

La discriminación de la gordura como otra forma de opresión

La constitución de una normatividad estética o un cánon de belleza respecto de los cuerpos surge, hipotéticamente, desde la necesidad patriarcal de construir continuamente el cuerpo femenino como un cuerpo bajo una dominación constante, con el objetivo de impartir una docilidad que lo disponga bajo el control masculino y, por consiguiente, bajo la explotación de la estructura capitalista que se sustenta en la dominación de diferentes grupos sociales. Esta forma de opresión, eminentemente interceptada por el género, procura la subyugación de los cuerpos femeninos ante necesidades e intereses que los diferencian de los hombres, segregando ambos grupos para, como sabemos las y los feministas, dividir las fuerzas productivas en remuneradas y no remuneradas, políticas y apolíticas, públicas y privadas.

La gordura, tematizada como opresión a través de su uso como terror estético, es dirigida principalmente hacia las mujeres, básicamente como una forma de “insinuar el patriarcado” en sus vidas (L. S. Brown, 1989, p. 20), potenciando los intereses psicológicos y disciplinares que la dominación masculina guarda como objetivo. El resultado de la opresión estética sufrida por los cuerpos femeninos es el cuerpo feminizado que conocemos, el cual se diferencia disciplinar, estética y praxiológicamente de los cuerpos masculinizados: cuerpos configurados bajo las exigencias de la mirada masculina; cuya preocupación superficial –vuelta inherente a su género– la desfavorece temporal, económica y políticamente ante sus pares humanos; cuya historia de vida marcada por las imposiciones generizadas y las exigencias panopticistas la torna en un sujeto disciplinar, subjetivamente vulnerable, y culturalmente sometido; donde la reiteración performativa de la insuficiencia de su persona le internaliza el desprecio social que cae sobre las mujeres que no se someten a los criterios de gusto masculino.

De esta manera, proponemos que la opresión de la gordura, y generalizadamente, la opresión estética que recae sobre todos los cuerpos feminizados, opera como un apoyo a la opresión estructural de género que ha sido ampliamente estudiada, y en beneficio de sus mismas causas represivas.

Deseo y diferencia en lo femenino

De acuerdo a Simone de Beauvoir (1969, p. 108), la expectativa del “ser mujer” es constituida desde la situación de poder y hegemonía discursiva masculina como un objeto de deseo y apropiación. Tal objeto, en tanto deseo, toma las características de un objeto (mujer) que contiene todo aquello que está fuera del hombre: la mujer es figurada como su antítesis complementaria, capaz de ofrecerle dominio sobre una totalidad que le es ajena y grandiosa. En ese sentido, este otro-todo se configura como una expectativa infinita, un imperativo de lo que la mujer debiese contener para el hombre que se encuentra en campaña de su apropiación, y por ende siempre devendrá decepcionante. Judith Butler sostiene desde el psicoanálisis lacaniano que la constitución binaria y heteronormada del género que permea nuestra sociedad se fundamenta en el paradigma falocéntrico, donde el cuerpo femenino –castrado y sancionado– figura la amenaza de castración para el hombre, interpretándose como cuerpo en falta respecto del masculino; en otras palabras, la simbolización de la feminidad se construye en oposición a imagen del poseedor del falo, como su contraparte por dominar (Butler, 2014b).

Esta postulación toma forma en el fenómeno de asentamiento de la diferencia dismórfica de los cuerpos masculinos y femeninos, la cual más allá de manifestarse simplemente por medio de las diferencias fenotípicas y reproductivas entre los sexos biológicos, se acentúa culturalmente a través de trabajos realizados sobre el cuerpo, tales la vestimenta, el cuidado del cabello, el maquillaje, y otros.

El deseo del hombre sobre la mujer radicaría en la distinción que ella le significa, en función de lo cual las imposiciones del hombre sobre la mujer buscarán exacerbar dicha diferenciación estética de los géneros: “Todo cuanto acentúa en lo otro la diferencia lo hace más deseable, puesto que es lo otro en tanto que tal lo que el hombre desea apropiarse” (Beauvoir, 1969, p. 105).

El cuerpo de la mujer, por lo tanto, recibe sobre sí un número de preceptos destinados a construirlo de acuerdo a los intereses masculinos, con fines específicos de deseo y sometimiento sexual y productivo (en sus funciones de maternidad, trabajo de cuidados y trabajo doméstico, los tres sustentando el proceso de producción capitalista en su totalidad). Todas las imposiciones estéticas, prácticas y discursivas relacionadas al concepto patriarcal de feminidad se vuelven imperativos de performatividad necesarios para contar con una identidad de género femenina bajo la heteronorma, lo cual, de acuerdo a Butler, resulta una necesidad absoluta del proceso de subjetivación primigenio (el nacimiento del ser) (2014a).

La gordura femenina como una problemática social

Hoy en día, las mujeres gordas constituyen un grupo social abiertamente discriminado en diferentes niveles de nuestra sociedad, en tanto que son víctimas de efectos y situaciones negativas por el mero hecho de su corporalidad (P. J. Brown & Sweeney, 2009; Puhl & Heuer, 2009; Puhl & Brownell, 2001; Swami et al., 2010). De hecho, muchas consideran que los gordos/as son actualmente uno de los pocos grupos sociales cuya discriminación pública es abiertamente ejercida y tolerada (Braziel & LeBesco, 2001; L. S. Brown, 1985; Fikkan & Rothblum, 2012; Gaytán & Lara Méndez, 2009; Hartley, 2001; Kirkland, 2011; Kwan & Fackler, 2008; Lupton, 2013; Puhl & Brownell, 2001; Ritenbaugh, 1991).

Las discriminaciones que sufren los cuerpos gordos femeninos son múltiples, y a continuación describiremos brevemente algunas de ellas:

  • la discriminación laboral (Carr & Friedman, 2005; Fikkan & Rothblum, 2012; Puhl & Brownell, 2001; M. V. Roehling et al., 2007), donde su empleabilidad (Hebl & Mannix, 2003), posibilidad de ascensos (Puhl & Brownell, 2001, p. 790) y remuneración (Maranto & Stenoien, 2000) se ven comprometidos por la percepción que el otro tiene de ellas y los prejuicios elaborados en torno a la gordura (flojera, debilidad moral, cansancio, etc.);
  • el aumento de los insultos públicos y la denigración cotidiana, tales como burlas, acoso, y bullying, impulsados por la percepción de los cuerpos gordos como cuerpos inferiores, e incluso como símbolos del vicio y el exceso;
  • la violencia simbólica que significa la representación negativizada de gordas en los medios comunicacionales, donde nos encontramos con la ausencia de gordas representadas como normales o positivas, y abundan las gordas representadas negativamente (Braziel & LeBesco, 2001; Giovanelli, Ostertag, & Sondra Solovay, 2009; Kwan & Fackler, 2008; Puhl & Heuer, 2009; Regan, 1996; Rothblum & Solovay, 2009; Swami, 2015; Wolf, 2009) como objeto de burla y desprecio, en roles menores, asociados a la vejez, al trabajo doméstico y a la maternidad (también desvalorizados en nuestra sociedad machista);
  • los prejuicios que se ejercen sobre su supuesta asexualidad (M. V. Roehling et al., 2007), donde se les considera parejas sexuales “inviables” bajo el criterio masculino meramente por no tratarse de cuerpos típicamente deseados por la masculinidad hegemónica, y por ende, cuerpos que no son de consumo;
  • la infravaloración o anulación de su belleza, cuando “gorda” es prácticamente sinónimo de “fea”, y los esfuerzos de resignificación de la gordura como belleza sean catalogados como excesos censurables;
  • los múltiples prejuicios que surgen contra la valía personal de las gordas, como su rechazo amoroso y sexual, la percepción social que las identifica como personas menos sociales, menos exitosas, menos trabajadoras, menos inteligentes, menos populares, menos atractivas, menos felices, y más maliciosas (Rothblum, 1992); que significan sufrir diariamente interacciones marcadas por el desdén y la inferiorización, tales como las que sufren al enfrentarse a entornos educacionales (Nasser, 2005), o al sistema de salud que las discrimina y maltrata (Fikkan & Rothblum, 2012, p. 582; Puhl & Heuer, 2009, p. 944; Rothblum, 1992, p. 64); etcétera.

En definitiva, la gordura femenina es una corporalidad socialmente sancionada, la cual, entendida como problema social, refiere a fenómenos de género, de identidad, de bienestar, y en última instancia de privilegio y poder; por lo que el objetivo de la presente ponencia es describir la forma en que se origina este estigma, cómo se configura como una dimensión de opresión, y de qué manera puede también constituirse dialécticamente en una fuerza emancipadora.

Bastián Olea Herrera.
Sociólogo (Universidad Alberto Hurtado)
Contacto: bastianolea (arroba) gmail.com

Referencias

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